Cuando
me llamaron lo dudé. Es cierto que se trata de una posibilidad única, que puedo
crecer profesionalmente y que ayudarlo en lo que pueda es devolverle un poquito
de todo lo que me dio, aunque él no lo sepa. Pero también es cierto que me
llamaron porque siempre fui dedicado y responsable con mi trabajo y si aceptara
iría en contra de ello.
Ahora
ya es tarde. El tipo está ahí, detrás de la puerta de vidrio, a cuatro metros
de la oficina donde el director me cuenta lo que espera de mí y me dice la
cifra que piensa pagarme. Lo veo por el rabillo del ojo. No quiero desviar la
mirada para no pasar por maleducado. Está en el medio del pasillo, como
esperando algo. El director lo mira y no se inmuta, como si estuviera
acostumbrado. Entonces yo también miro y se me cae la pera. Y aunque estoy acá
precisamente para tratar con él, cuando lo veo ahí, con su parada de gallito
sacando pecho, con los pescadores que suele usar y con su melena abundante y
desprolija como la tenía de pibe, no puedo evitar que me tiemblen las piernas.
El
director mueve la boca y los brazos, supongo que habla de días y horarios, pero
yo estoy en la casa de mi abuela comiendo buñuelos, viendo cómo mi viejo
enloquece, se arrodilla ante el televisor y empieza a gritar que el tipo es un
hijo de puta pero que también es Dios, que lo ama más que a mi vieja, y que no
se muera nunca. El hombre correcto de corbata y portafolios que me lavaba la
boca cuando decía una mala palabra estaba desquiciado. Vuelvo al rostro avejentado
del director y escucho que me advierte sobre la importancia de hacer bien el
trabajo porque el país tiene los ojos puestos en la clínica. Si, claro, ya lo
sé. En la puerta hay una multitud de fanáticos y periodistas que hacen guardia
esperando novedades.
Mientras
el director responde un llamado aprovecho para mirar con más detenimiento al
tipo. Sigue ahí. Ahora se le acercan dos enfermeras que intentan convencerlo de
algo pero él las aparta con un gesto y señala insistentemente la oficina del
director -me señala a mí-, como si deseara hablar con él. La remera que tiene
puesta se levanta un poco y el ombligo queda al descubierto. Le miro los pies,
sus pantuflas se parecen a las de mi abuelo. Me detengo en el izquierdo y veo a
mi viejo lagrimear ocho años después del día que enloqueció. Los dos estamos al
borde del llanto, sabemos que se acabó todo, que sin ese tipo de pantuflas estamos
perdidos. Fue la primera vez que lloramos por lo mismo, la segunda fue por la
muerte de mi abuela, la tercera fue de alegría, en la entrega del título,
cuando juré por la ética profesional. La misma ética que impide el trato a
familiares y amigos por atentar contra la objetividad pero que nada dice de los
tipos como éstos, tan cercanos y tan lejanos a la vez.
No
lo podemos controlar, hace lo que quiere, se la pasa comiendo pizzas, me dice
el director después de cortar. Los dos sabemos que el tipo no tendría que estar
internado ahí, que lo suyo no es una psicosis, apenas algunos excesos. También
sabemos que su estadía sirve para promocionar la clínica.
Ahora
estoy en su habitación, frente a frente. Al principio no sé cómo actuar, el
tipo me ignora y yo me comporto torpemente, parezco uno de sus fanáticos que
hacen vela en la puerta. Las palpitaciones empiezan a ceder cuando me detengo
en sus ojos. Su mirada es triste, cansada. De a poco baja la guardia, deja los
monosílabos como respuesta y me cuenta algunas anécdotas de la clínica que le
causan gracia, en especial las referidas a Néstor o a Parquita, dos de los
pacientes crónicos de más antigüedad. Después de una sonrisa tibia hace una
pausa y me dice en tono reflexivo que daría cualquier cosa por ser como yo,
¿Cómo yo? si, como vos. Poder ser un tipo normal con un trabajo normal, con una
mujer y dos hijos que me esperen con la comida caliente, con un perro que me
salte cuando llego a casa y que pueda andar por la calle con la libertad que da
el anonimato. Lo miro perplejo y me veo tratando de meter
la pelota con el pie en la maseta grande, relatando un partido imaginario y
nombrándome con su nombre cada vez que lo logro. No sé si está siendo irónico o
lo dice de verdad.
Hoy
nos vemos por tercera vez. Hasta ahora ha resultado bastante bien fingir que
para mí es un paciente más. Pero esta mañana me olvidé de ese detalle y salí de
mi casa sin medias porque hacía calor. Después del saludo inicial me siento
frente a él y cruzo las piernas, como siempre. El ambo se levanta un poco y el
tipo me mira a la altura del tobillo y reconoce su firma. Taparla con la mano
es ridículo, ya la vio, pienso. Prefiero naturalizar la situación y seguir como
si nada. Pero el tipo no necesita comportarse como si la situación fuese natural,
le es natural. Ni siquiera se sorprende. Nada.
Vuelvo
a mi casa y me planteo si es posible atender a un tipo así. Un hombre al que no
puedo entender porque vive en otro mundo, fuera de todos los libros que estudié
en mi vida, inasible para el resto de nosotros que somos tipos normales, como
me dijo el primer día.
No
hubo cuarto encuentro. Ese día, después de atravesar con más facilidad la
guardia de fanáticos y periodistas montada en la puerta de la clínica, me recibe
el director y me informa que el tipo está en Casa Rosada, había conseguido una
entrevista exclusiva con Kirchner y que perdón por no habérmelo comunicado por
teléfono. Al día siguiente lo subieron a un avión y lo llevaron a Cuba. En la
isla lo recibió Fidel Castro y le ofreció un tratamiento exclusivo y
especializado.
Creo
que fue una buena decisión, ese tipo no era un paciente para esa clínica.
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