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¡Mirá vos, otra vez el 65! Salió a los
premios
El hombre habla y mira a los costados. La confitería está
desierta, es demasiado tarde para el desayuno y muy temprano para el almuerzo.
Entonces vuelve sobre la pantalla donde Crónica emite los números de la
quiniela. Solo hay un pibe, en la mesa del fondo, que el hombre no alcanza a
ver porque lo tapa la columna. El muchachito está tomando un café con leche
mientras hace dibujitos con una lapicera en los márgenes de la hoja en blanco.
Se ríe, él sí puede verlo a través del espejo, y le causa gracia que esté
hablándole a la tele interesado por los números de la quiniela. Cree que
sentarse en una confitería tanguera a tomarse un café puede resultar una
aventura. El chico, que tiene ínfulas de escritor y siente que puede encontrar
una buena historia detrás de cada esquina, mira al hombre que se enoja con los
números de la quiniela y empieza a escribir convencido que encontró el germen
de un cuento. El entorno ayuda. Para él, ese lugar es antiguo como el hombre,
como Crónica, como la quiniela, y como el tango.
Entonces escribe. Lo primero que hace es ubicar la escena:
Hay un viejo sentado solo en una mesa -que parece doble porque está pegada a un
espejo- que putea señalando la pantalla y hay un mozo que va y viene limpiando
mesas vacías. El muchacho no para de escribir; detalla los cuadros en blanco y
negro que adornan el lugar, menciona a Mariano Mores tocando el piano en una
gigantografía donde otras fotos superpuestas muestran la imagen de Gardel, de
Julio Sosa y de Amelita Baltar y cuenta que un poco más abajo Alberto Castillo
abraza a un hombre desconocido que nombra como el dueño de esa cafetería
llamada “La Perla”.
Después vuelve sobre el protagonista y describe al hombre
como un viejo gordo, de camisa desprendida con musculosa blanca y pelado,
porque le gusta resaltar lo que para él son las características más desagradables.
El pibe escribe sin detenerse y comete el error de principiante: no piensa en
la trama ni tiene la estructura del cuento porque cree que está tomado por una
musa inspiradora y que en el devenir de la escritura la historia evolucionará.
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¡La puta que lo parió, el 45 a la
cabeza viene a salir! ¡Lo seguí toda la semana, que hijo de puta, me quiero matar!
El viejo grita, se agarra la cabeza y espera que el mozo le
conteste o que le dé la razón, o que se compadezca o lo anime. No sabe qué,
pero algo espera. Pero el mozo está armando las mesas porque se acerca el
mediodía.
Los números siguen saliendo y el viejo señala la pantalla:
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Siempre los mismos números saca, la
puta madre…¡Dale viejita, dame una señal, hacé que grite el 48 o el 84 y te
prometo que te dejo descansar en paz! Pero ahora necesito una mano, una sola
que me saque de ésta…
Pero no salen, sus números no salen. Entonces el viejo
golpea la mesa y se sorprende de la violencia de su propio acto. Se mira el
puño con gesto fruncido, como si no entendiera lo que está pasando. El muchacho
que escribe hace una pausa, se hace sonar los dedos y vuelve sobre el papel en
el momento que el viejo reanuda el monólogo e invoca a todos los santos, mira al
techo como si fuera el cielo e implora. Después busca el contacto visual con el
mozo o con Horacio. Sufre, sufre porque Crónica está negado con el 48 y el 84.
Se tira para atrás para que la columna no le tape la visión y le pregunta a
Horacio, que está detrás del mostrador:
·
Vos podés creer, Horacito. Decime, vos
podés creer. Siempre lo mismo…
·
Ya te lo dije, Raul. No tenés que jugar
más - le dice sin sacar la mirada del diario-.
Crónica anuncia que el último número es el 322 y entonces el
viejo se enfurece y golpea el espejo con tanta fuerza que logra astillarlo. El
ruido lo asusta y se aparta de inmediato, como si alguien desde afuera hubiera
tirado una piedra. Ahora está parado con los brazos extendidos buscando una explicación.
Se aleja un poco más y ve en el espejo su imagen fragmentada, dividida. El mozo
sigue ubicando cubiertos en las mesas y Horacio leyendo los titulares. El viejo
tiene el rostro desencajado y se vuelve a sentar con mucha lentitud, como si no
quisiera perturbar aún más la realidad circundante. Después de un momento
retorna a un estado de ensimismamiento y, de a poco, irá creciendo la
desesperación porque piensa en su hija, en los costosos medicamentos que tiene
que comprar, en que ya no le quedan objetos por vender y en que está solo, que
ya nadie querrá prestarle dinero porque siempre la misma historia. Llora en
silencio, se saca las lágrimas y se las mira, las prueba y las descubre
saladas: sí, son lágrimas y son suyas.
Suena su celular con una canción de Ricky Martin
-seguramente se lo ha configurado su hija-. El viejo demora un momento en
atender porque tiene que ponerse los anteojos y mirar bien el aparato para no
errarle apretando el de cortar. Escucha en silencio, dice algunos aja y
después corta. Su llanto se hace más intenso, hace ruidos desagradables y se
traga los mocos. Se mira en el espejo roto, piensa un momento y le da otro
golpe con determinación. Ahora el estallido es mayor y el espejo se desarma en
mil pedazos. El mozo le da la carta a una pareja que acaba de sentarse detrás
del viejo y pasa un trapo por la mesa. Los comensales están entretenidos con el
menú y Horacio da vuelta la página del diario.
El viejo agarra un pedazo de espejo que tiene forma de
porción de pizza y apoya la punta contra las venas de la muñeca izquierda.
Menea la cabeza como resistiéndose a lo que, en definitiva, se supone que hará.
Llora y dice que no. ¿Está esperando que alguien intervenga y evite lo que él
no puede por propia voluntad? Nadie se alarma. En ese mediodía soleado de otoño
todo transcurre con monótona normalidad en la confitería “La Perla”.
Levanta la cabeza en el último intento de socorro y descubre
al muchacho que escribe sin parar y que sonríe eufórico con ojos bien abiertos.
El viejo esconde el vidrio tras su espalda y empieza a caminar hacia la mesa
del pibe que observa cómo su mano se detiene sin su consentimiento, como si se
volviera autónoma. El muchacho se rasca la cabeza y mira alternadamente las
últimas palabras escritas y al viejo que se acerca. Su mano, que ahora tiembla
y transpira, vuelven sobre la hoja, pero dibuja otras combinaciones de letras
que hace incrementar el miedo del chico. Su gesto pasa de la euforia al horror.
Intenta escapar pero su cuerpo no reacciona. Ahora el hombre está a su lado, lo
toma de los pelos y le hace tocar la nuca con la espalda para que su cuello
quede expuesto en toda su dimensión y pueda atravesarle la punta del espejo,
sin mediar palabra, hasta que haga tope con la cervical.
El cráneo desprendido cae sobre la mesa y el torrente de
sangre ahoga el papel donde un cuento estaba llegando a su final.