viernes, 30 de octubre de 2015

Con las pantuflas de mi abuelo

Cuando me llamaron lo dudé. Es cierto que se trata de una posibilidad única, que puedo crecer profesionalmente y que ayudarlo en lo que pueda es devolverle un poquito de todo lo que me dio, aunque él no lo sepa. Pero también es cierto que me llamaron porque siempre fui dedicado y responsable con mi trabajo y si aceptara iría en contra de ello.

Ahora ya es tarde. El tipo está ahí, detrás de la puerta de vidrio, a cuatro metros de la oficina donde el director me cuenta lo que espera de mí y me dice la cifra que piensa pagarme. Lo veo por el rabillo del ojo. No quiero desviar la mirada para no pasar por maleducado. Está en el medio del pasillo, como esperando algo. El director lo mira y no se inmuta, como si estuviera acostumbrado. Entonces yo también miro y se me cae la pera. Y aunque estoy acá precisamente para tratar con él, cuando lo veo ahí, con su parada de gallito sacando pecho, con los pescadores que suele usar y con su melena abundante y desprolija como la tenía de pibe, no puedo evitar que me tiemblen las piernas.

El director mueve la boca y los brazos, supongo que habla de días y horarios, pero yo estoy en la casa de mi abuela comiendo buñuelos, viendo cómo mi viejo enloquece, se arrodilla ante el televisor y empieza a gritar que el tipo es un hijo de puta pero que también es Dios, que lo ama más que a mi vieja, y que no se muera nunca. El hombre correcto de corbata y portafolios que me lavaba la boca cuando decía una mala palabra estaba desquiciado. Vuelvo al rostro avejentado del director y escucho que me advierte sobre la importancia de hacer bien el trabajo porque el país tiene los ojos puestos en la clínica. Si, claro, ya lo sé. En la puerta hay una multitud de fanáticos y periodistas que hacen guardia esperando novedades.

Mientras el director responde un llamado aprovecho para mirar con más detenimiento al tipo. Sigue ahí. Ahora se le acercan dos enfermeras que intentan convencerlo de algo pero él las aparta con un gesto y señala insistentemente la oficina del director -me señala a mí-, como si deseara hablar con él. La remera que tiene puesta se levanta un poco y el ombligo queda al descubierto. Le miro los pies, sus pantuflas se parecen a las de mi abuelo. Me detengo en el izquierdo y veo a mi viejo lagrimear ocho años después del día que enloqueció. Los dos estamos al borde del llanto, sabemos que se acabó todo, que sin ese tipo de pantuflas estamos perdidos. Fue la primera vez que lloramos por lo mismo, la segunda fue por la muerte de mi abuela, la tercera fue de alegría, en la entrega del título, cuando juré por la ética profesional. La misma ética que impide el trato a familiares y amigos por atentar contra la objetividad pero que nada dice de los tipos como éstos, tan cercanos y tan lejanos a la vez.

No lo podemos controlar, hace lo que quiere, se la pasa comiendo pizzas, me dice el director después de cortar. Los dos sabemos que el tipo no tendría que estar internado ahí, que lo suyo no es una psicosis, apenas algunos excesos. También sabemos que su estadía sirve para promocionar la clínica.
 
Ahora estoy en su habitación, frente a frente. Al principio no sé cómo actuar, el tipo me ignora y yo me comporto torpemente, parezco uno de sus fanáticos que hacen vela en la puerta. Las palpitaciones empiezan a ceder cuando me detengo en sus ojos. Su mirada es triste, cansada. De a poco baja la guardia, deja los monosílabos como respuesta y me cuenta algunas anécdotas de la clínica que le causan gracia, en especial las referidas a Néstor o a Parquita, dos de los pacientes crónicos de más antigüedad. Después de una sonrisa tibia hace una pausa y me dice en tono reflexivo que daría cualquier cosa por ser como yo, ¿Cómo yo? si, como vos. Poder ser un tipo normal con un trabajo normal, con una mujer y dos hijos que me esperen con la comida caliente, con un perro que me salte cuando llego a casa y que pueda andar por la calle con la libertad que da el anonimato. Lo miro perplejo y me veo tratando de meter la pelota con el pie en la maseta grande, relatando un partido imaginario y nombrándome con su nombre cada vez que lo logro. No sé si está siendo irónico o lo dice de verdad.

Hoy nos vemos por tercera vez. Hasta ahora ha resultado bastante bien fingir que para mí es un paciente más. Pero esta mañana me olvidé de ese detalle y salí de mi casa sin medias porque hacía calor. Después del saludo inicial me siento frente a él y cruzo las piernas, como siempre. El ambo se levanta un poco y el tipo me mira a la altura del tobillo y reconoce su firma. Taparla con la mano es ridículo, ya la vio, pienso. Prefiero naturalizar la situación y seguir como si nada. Pero el tipo no necesita comportarse como si la situación fuese natural, le es natural. Ni siquiera se sorprende. Nada.

Vuelvo a mi casa y me planteo si es posible atender a un tipo así. Un hombre al que no puedo entender porque vive en otro mundo, fuera de todos los libros que estudié en mi vida, inasible para el resto de nosotros que somos tipos normales, como me dijo el primer día.

No hubo cuarto encuentro. Ese día, después de atravesar con más facilidad la guardia de fanáticos y periodistas montada en la puerta de la clínica, me recibe el director y me informa que el tipo está en Casa Rosada, había conseguido una entrevista exclusiva con Kirchner y que perdón por no habérmelo comunicado por teléfono. Al día siguiente lo subieron a un avión y lo llevaron a Cuba. En la isla lo recibió Fidel Castro y le ofreció un tratamiento exclusivo y especializado.


Creo que fue una buena decisión, ese tipo no era un paciente para esa clínica. 





lunes, 19 de octubre de 2015

En esta esquina

Quedate quieto, Tomás. Vení, sentate acá. El chico sigue jugando al básquet sin pelota. Practica movimientos de bandeja, pivotea y levanta los brazos protegiendo un balón imaginario. Yo hacía lo mismo cuando tenía su edad. Pareces mogólico, me decía mi vieja.

Ahí mismo, a dos metros de la caja cinco del sector de créditos, donde el chico simula tirar al aro, era mi lugar preferido donde no erraba nunca. Si habré hecho triples desde ahí. Sobre todo el día que hice treinta y cinco puntos contra Estudiantes. La metía de todos lados, estaba inspiradísimo. Los mellizos Pazzaro no lo podían creer, se estaban comiendo el baile de sus vidas. Creo que fue una de las pocas veces que mi viejo había venido a verme. Cuando no venía me sentía un poco huérfano, y cuando se hacía presente me sentía observado y me inhibía. Pero ese día fue la excepción; ¿Cómo jugué, papá? Y él, fiel a su estilo, contestó a medias y me dijo que había escuchado a dos padres hablar de mí. ¡Cómo juega el base! Fue la frase que escuchó mi viejo. ¿Y vos qué hiciste? ¿Les dijiste que eras mi papá? No, yo me quedé en silencio, quería escuchar qué más decían.

Hubiese querido que lo hiciera, que dijera el base es mi hijo, así como mi abuelo hubiese querido que lo nombrara el día que fuimos a la tele y el conductor nos preguntó  quiénes eran nuestros ídolos y yo dije Marcelo Milanesio. ¿Milanesio? Me dijo mi abuelo cuando vio la nota. ¿Milanesio te enseñó a jugar? ¿Milanesio te armó el aro de básquet en la quinta para que practicaras? ¿Milanesio jugó con los Globetrotters? No, claro que no. Todo eso lo había hecho mi abuelo y yo no lo había reconocido.

Sobre ese mismo aro que daba a la entrada del club, que imagino a la altura del aire acondicionado, también aprendí lo que significa quedar en ridículo y desear que te trague la tierra cuando agarré el rebote de un tiro libre y, movido por la tentación, la emboqué con tablero. Pero claro, era un rebote defensivo, y el doble fue en contra. ¿Sabrá este pibe que acá había una cancha de básquet? Tito se rascaba la barba, como cada vez que algo le preocupaba.Pensé que me sacaba y que no me pondría más en todo el campeonato. Tito, rascándose la barba, fue lo primero que vi el día del final. Lo veía desde la esquina, estaba en la vereda junto a algunos de mis compañeros y otros adultos que yo no conocía. Ese día no tendríamos práctica. Ni ese día, ni nunca más. Esta esquina ya no le pertenecía al club Ateneo, había sido vendida y nadie le había informado ni a Tito ni a las familias de quienes practicábamos básquet.

Yo jugué un tiempo más, creo que estuve un año en el club Mercedes y otros dos o tres en Estudiantes. Pero ya no fue lo mismo, yo no pertenecía a esas otras familias y los  mellizos Pazzaro (esos dos rubiecitos que no se separaban ni para ir al baño) me lo hacían saber cuando me preguntaban qué había pasado con Ateneo, por qué se cerró de la noche a la mañana y todas esas preguntas que sólo marcaban distancia. Y yo sentía que había ido a pedir la escupidera, como ahora, esperando mi turno para pedir plata. Dolina dijo alguna vez que en el pan y queso de un partido de fútbol siempre elige a sus amigos, aunque no sean los mejores, porque prefiere perder con los suyos que ganar con extraños. Y el básquet, para mí, era ese galpón, esa camiseta celeste, esos compañeros y no otros, era Tito rascándose la barba, era quedarme en el club después de los partidos para ver las otras categorías donde jugaban mis hermanos. Sin todo eso el básquet era solo un deporte. ¿Alguien le habrá contado a este chico que practica sin pelota que en los ochenta existía un club que se llamaba Ateneo de la Juventud?

La confitería que pusieron en esta esquina estaba muy bien ambientada y era de lo mejorcito de Mercedes, hay que decirlo. Aunque también debo admitir que nunca consumí nada en ese local y que lograba disuadir a mis amigos de la secundaria que quisieran ir allí. Lo sentía como una pequeña (y estúpida) venganza personal. Por eso, el día que pasé por la vereda de enfrente y lo vi a Tito con su familia en una de las mesas de la vereda, pensé que era un traidor y lo saludé de lejos, sin cruzar. Yo no les dejaría nunca ni un centavo a esos tipos que se cagaron en el club y en nosotros (y pensar que ahora vengo a pedir una deuda). Era adolescente y estaba acostumbrado a echar las culpas afuera.

Unos años después cerró la confitería y abrió este banco. Mercedes había cambiado, ya había por entonces más bancos que clubes.

La madre del chico saca papeles de la cartera y la empleada anota todo en la computadora, parece que no le resultará sencillo conseguir el crédito. El nene se cansó de moverse y ahora la espera sentado a mi lado mirando videos de básquet por el celular. ¿Tendrá algún padre, tío, o abuelo que le haya contado algo de la historia del básquet mercedino? El pibe me mira y me descubre observándolo.

-          Veo que te gusta el básquet, campeón....


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lunes, 5 de octubre de 2015

A través del espejo



Se despierta agitado. Otra vez vuelve a sucederle. Se descubre lágrimas en las mejillas que seca con la manga. Ubica visualmente los objetos de la habitación y recién entonces empieza a tranquilizarse. Se sienta en la cama y busca las pantuflas con los pies. Mira el reloj sobre la mesa de luz, otra vez son las 7:18 hs. Su tiempo está detenido. Todos sus relojes marcan siempre la hora en la que vio a su padre dar el último suspiro.

Después se levanta y va en dirección al baño, sigiloso, para no despertar a su madre que duerme en la habitación contigua. Sabe que su sueño es muy liviano y que se despertará ante el mínimo ruido. Los antidepresivos la relajan, pero hace años que no descansa como debiera. No duerme tranquila desde que él se transformó en el monstruo que fue. Se acostaba sola, sabiendo que en cualquier momento él volvería del bar decidido a coger, la despertaría con insistencia y si ella resistía, como las primeras veces, le daría algunos golpes antes de atarla. Por eso, el último tiempo, casi no dormía o bastaba el ruido de la cerradura para despertar y escaparse de su cuerpo, sólo de su cuerpo. “Así es tu padre, hay que quererlo como es”, repetía lastimosamente cuando su hijo la increpaba. 

Arrima la puerta sin cerrarla y abre, apenas, la canilla. Mejor que no lo vea angustiado, mejor que no se entere nunca de la verdad porque no se lo perdonaría. Se lava la cara y vuelve a maldecirse por lo hecho, pero ya es tarde. Ni en sus sueños podrá cambiar las cosas. Se lava los dientes, orina y vuelve a la habitación para vestirse. Mira el reloj, las 7:18 hs. No puede ser, supone que estará agotada la pila. Se acerca despacio y haciendo un esfuerzo con la vista ve la aguja del segundero danzar como de costumbre con su tímido tic tac. Perturbado, enciende el televisor como un acto reflejo y pone el canal de noticias. En el sócalo; otra vez la inscripción “tragedia familiar”. Mas arriba; los mismos dos periodistas analizan el caso del hombre envenenado presuntamente por su hijo. Sobre el ángulo superior derecho el reloj marca las 7:18 hs. Menea la cabeza como espantando alguna idea intrusiva y le resta importancia al asunto. Apaga el aparato y deja el control remoto sobre la mesa de luz, al lado del reloj. Abre la puerta del ropero y se para frente al espejo. Se ve más delgado que los días anteriores y su palidez va en aumento. Se pone de perfil para mirarse desde otro ángulo y observa que detrás de él, acostado en la cama, esta su cuerpo, inerte, en la misma posición en la que despertó. Intenta impulsivamente animarlo pero su cuerpo permanece imperturbable.

En ese momento entra su madre a despertarlo. Él quiere advertirle que ya esta levantado para que no se asuste. Pero ella no lo ve, ni siente su voz, ni lo registra cuando él la sacude del brazo. Ella le acaricia la mejilla susurrándole al oído, después agita su pecho llamándolo con más vehemencia y más tarde querrá abrirle los ojos a la fuerza mientras gritará su nombre. Finalmente se resignará y empezará a llorar, de rodillas, sobre el pecho de su hijo.

Él, desconcertado, insistirá y la tomará por detrás y la sacudirá de los hombros. Le gritará que allí está, le rogará que lo mire, pero su voz apenas será un hilo de aliento. Intentará pedirle perdón, tendrá la intención impulsiva de confesar, pero su voz será aire, apenas una brisa. Girará la cabeza y verá a través del espejo la espalda de su madre, arrodillada, llorando sobre su pecho.