Se
despierta agitado. Otra vez vuelve a sucederle. Se descubre lágrimas en las
mejillas que seca con la manga. Ubica visualmente los objetos de la habitación
y recién entonces empieza a tranquilizarse. Se sienta en la cama y busca las
pantuflas con los pies. Mira el reloj sobre la mesa de luz, otra vez son las
7:18 hs. Su tiempo está detenido. Todos sus relojes marcan siempre la hora en
la que vio a su padre dar el último suspiro.
Después
se levanta y va en dirección al baño, sigiloso, para no despertar a su madre
que duerme en la habitación contigua. Sabe que su sueño es muy liviano y que
se despertará ante el mínimo ruido. Los antidepresivos la relajan, pero hace
años que no descansa como debiera. No duerme tranquila desde que él se
transformó en el monstruo que fue. Se acostaba sola, sabiendo que en cualquier
momento él volvería del bar decidido a coger, la despertaría con insistencia y
si ella resistía, como las primeras veces, le daría algunos golpes antes de
atarla. Por eso, el último tiempo, casi no dormía o bastaba el ruido de la
cerradura para despertar y escaparse de su cuerpo, sólo de su cuerpo. “Así es
tu padre, hay que quererlo como es”, repetía lastimosamente cuando su hijo la
increpaba.
Arrima
la puerta sin cerrarla y abre, apenas, la canilla. Mejor que no lo vea angustiado,
mejor que no se entere nunca de la verdad porque no se lo perdonaría. Se lava
la cara y vuelve a maldecirse por lo hecho, pero ya es tarde. Ni en sus sueños
podrá cambiar las cosas. Se lava los dientes, orina y vuelve a la habitación
para vestirse. Mira el reloj, las 7:18 hs. No puede ser, supone que estará
agotada la pila. Se acerca despacio y haciendo un esfuerzo con la vista ve la
aguja del segundero danzar como de costumbre con su tímido tic tac. Perturbado,
enciende el televisor como un acto reflejo y pone el canal de noticias. En el
sócalo; otra vez la inscripción “tragedia familiar”. Mas arriba; los mismos dos
periodistas analizan el caso del hombre envenenado presuntamente por su hijo. Sobre
el ángulo superior derecho el reloj marca las 7:18 hs. Menea la cabeza como
espantando alguna idea intrusiva y le resta importancia al asunto. Apaga el
aparato y deja el control remoto sobre la mesa de luz, al lado del reloj. Abre
la puerta del ropero y se para frente al espejo. Se ve más delgado que los días
anteriores y su palidez va en aumento. Se pone de perfil para mirarse desde
otro ángulo y observa que detrás de él, acostado en la cama, esta su cuerpo,
inerte, en la misma posición en la que despertó. Intenta impulsivamente
animarlo pero su cuerpo permanece imperturbable.
En
ese momento entra su madre a despertarlo. Él quiere advertirle que ya esta
levantado para que no se asuste. Pero ella no lo ve, ni siente su voz, ni lo
registra cuando él la sacude del brazo. Ella le acaricia la mejilla
susurrándole al oído, después agita su pecho llamándolo con más vehemencia y
más tarde querrá abrirle los ojos a la fuerza mientras gritará su nombre.
Finalmente se resignará y empezará a llorar, de rodillas, sobre el pecho de su
hijo.
Él,
desconcertado, insistirá y la tomará por detrás y la sacudirá de los hombros. Le
gritará que allí está, le rogará que lo mire, pero su voz apenas será un hilo de aliento.
Intentará pedirle perdón, tendrá la intención impulsiva de confesar, pero su
voz será aire, apenas una brisa. Girará la cabeza y verá a través del
espejo la espalda de su madre, arrodillada, llorando sobre su pecho.
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