martes, 29 de septiembre de 2015

Escribir una novela


     Estoy pensando en escribir una nueva novela
     Me alegro. ¿Ya tenés la historia?
     Tengo algunas ideas dando vueltas en mi cabeza, supongo que es cuestión de sentarse a escribir y darle forma.
     ¿Me querés contar?
     Si, claro. Lo primero que pensé fue en dos bandos. Es inevitable que haya un conflicto (o varios) para generar tensión al relato. Tengo a dos grupos de personas que piensan de manera opuesta. Pongámosle, por caso, grupo A y grupo B. Todavía no les puse nombre ni los caractericé. Ya te dijo que tendría que sentarme para darle forma. Estos dos grupos desean matarse y viven en la misma cuadra.
     ¿En la misma cuadra?
     Si, tienen que conocerse entre ellos. Necesariamente deben vivir en el mismo barrio para aumentar la tensión de la historia. Si no, no hay novela. También pensé en que debe suceder un hecho circunstancial e inesperado para ambos grupos, algo que los descoloque, y se me ocurrió en la muerte de uno de los referentes del grupo A.
     No me sorprende, en todas tus novelas alguien muere.
     Sí, la muerte le pone pimienta a las historias. La muerte tiene que ser misteriosa, confusa, para mantener la tensión en el lector y la expectativa por el final. Este tipo, el muerto, tiene que ser importante en la historia. Por ejemplo, una figura reconocida que prometa tener el puño lleno de verdades que, una vez dichas, dará luz sobre los hechos por los cuales ambos grupos están distanciados, y hará que los integrantes del grupo B reconozcan la derrota ideológica y se sumen al grupo A del cual el muerto, como te dije, es un referente. Pero el tipo muere y con él sus verdades. Entonces el grupo A acusará rápidamente al grupo B de ser culpable de esa muerte y los del grupo B dirán que el tipo se suicidó porque, sabiendo que no existían tales verdades, no soportó la hipotética decepción que ocasionaría a toda su gente.
     Hasta acá me resulta interesante. Pero ¿cómo sigue? Porque en definitiva la trama es buena pero no hay ningún cambio. Tanto unos como otros siguen en la misma postura.
     Por ahora es todo lo que tengo. Si, le falta progresión. Es decir, mantengo la tensión, pero faltaría que la historia se desarrollara y produjera cambios, que algo de los grupos se modificara. Tengo que pensar en algo que me saque de ahí…. ¡Ah! Ya sé. Ambos grupos van a buscar a los especialistas en la materia, comunicadores expertos en casos policiales para que cuenten a la población, con puntillosa profesionalidad, todo lo ocurrido el día de la tragedia. Llegado a este punto creo que tengo unos cuantos capítulos para desarrollar. Con un poco de imaginación puedo zambullirme en las circunstancias del hecho y explayarme libremente. Ese sería el nudo de la novela.
     ¿Pero estos expertos no son también parte de alguno de los grupos? Digo, si saben lo que pasó es porque están al tanto, viven en la misma ciudad, ¿no?
     Si, es verdad. O sea que no podrán escapar de la disputa inicial. Mejor dicho, no se me ocurre cómo hacer para que estos personajes impongan condiciones y no queden catalogados como miembros del grupo A o del grupo B.
     Claro, ya no importaría que tan inteligente fuera el contenido porque serían acusados de pertenecer a un grupo u otro según el análisis que hicieran. Pero no está mal. A la gente le encanta los policiales. El otro día escuché una estadística sobre las ventas de libros que decía que por cada libro de poesía hay veinte de novelas policiales que se venden.
     Si… Puede ser una gran novela. He leído tanto a Chesterton, Poe y a Conan Doyle, que tengo algunas habilidades para desarrollar esas tramas, pero todavía no logro ver el desenlace…
     ……
     ¡Ya está! Creo que lo tengo. Una vez que estos personajes expresen todas las teorías posibles sobre las causas de esa muerte y que reconstruyan los hechos de mil maneras diferentes, podría incluir en el relato a personajes vinculados a la justicia, que sean portadores de la verdad y que digan, técnicamente, si al tipo lo mató alguien del grupo B o si, efectivamente, se suicidó. Como desenlace de la novela podría agregar los informes periciales y la sentencia del juez. Pienso que si escribo el final de esa manera le dará verosimilitud al texto, ¿no te parece?
     Y esos peritos, abogados y jueces, ¿Quiénes serían? ¿De dónde vendrían? ¿No serían también gente del barrio, del grupo A o del grupo B?
     Si, claro. Caería en la misma lógica, ¿no? Como el cuento de la buena pipa. Me parece que esta historia no tiene final, se pisa la cola a sí misma.
     …….
     Mejor pienso en otra trama.
 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Tu eterna primavera


Fue en esa hora del día donde el sol cae de repente y las luces de las calles todavía no se prenden, en ese momento de la tarde donde las personas se convierten en sombras. Ustedes estaban muy borrachos, como casi todos, ese día. Tal vez nadie recuerde que fuiste vos quien advirtió que el pibe del otro colegio se estaba robando una bandera con tus colores. Pero vos sí te acordás, y con eso es suficiente. Salieron todos corriendo, inclusive vos, a defender el orgullo. Te sentiste importante, estoy seguro. Esos pibes compañeros tuyos encontraban en tu estatura y en tu dificultad para hablar los motivos perfectos para divertirse a costa tuya, y vos no sabías que hacer para revertir la situación. Los odiabas, lo sé. Una vez me lo contaste cuando volvíamos de práctica. Pero también querías estar con ellos, ser parte, aunque a un costo muy alto porque vos no eras como ellos, no eras así, sólo querías formar parte para dejar de ser el blanco y que apuntaran hacia otro lado.

Habíamos estado charlando tres días antes, ¿te acordás? Viniste a casa después de práctica, querías que te muestre la pirotecnia que habíamos comprado. Quedaste enloquecido, me contaste que ustedes se juntaban en tu quinta y que estabas feliz. Te había costado mucho conseguir el permiso de tus padres pero querías hacerlo. Pensabas que poner la quinta en el día de la primavera cambiaría las cosas con tus compañeros y serías aceptado de una vez por todas. Y así fue, todo cambió para vos, tus primaveras cambiaron. Tu viejo se encargaría de la parrilla y a la noche, como frutilla del postre, iría la banda de cumbia que todos los colegios pretendían. Y todo gracias a una gestión tuya con tu tío, que conocía al representante de la banda.

Admiraba de vos el empeño que le ponías a las cosas, incluso cuando todo te resultaba tan adverso. Muchas veces te sugerí que te cambiaras de colegio, que te pasaras conmigo, que estaría bueno ser compañeros y que mi curso era muy unido. Pero vos no querías, tus energías estaban en otra batalla, considerabas que todo era demasiado injusto y querías revertir la situación, ganarte la estima de ellos. Vos no tenías la culpa de ser petiso y mucho menos de tu tartamudez.

Ese día te fuiste en la bici y me gritaste desde la esquina, mientras reías, que el 21 lo copaban ustedes. Yo te hice un fuck you y cerré la puerta.

Imagino que ese 21 se habrían juntado desde la mañana en alguna plaza de la ciudad, que habrían ensayado con los bombos las letras de los cantitos que entonarían hasta el hartazgo y que allí habrían empezado a tomar, que después caminarían hasta tu quinta y lo de siempre, armarían el cementerio de botellas y todo ese autobombo por lo bebido. Lo cierto es que para la tardecita ya estaban todos bastante borrachos. El pibe de la bandera también, es cierto. Qué linda es la borrachera, a veces. Uno deja de medir los riesgos, la vida se convierte en un presente absoluto en el cual existe un abismo entre el ahora y diez minutos después. Entonces no hay alarmas del peligro, no hay futuro incierto. Uno es inmortal. Después lo otro, la desinhibición con la mujeres, el maquillaje de la autoestima y esas cosas menores.

En seguida pusiste el grito en el cielo cuando viste que aquel pibe del otro colegio estaba robando la bandera con tus colores que flameaba en la esquina, atada al poste luz para señalizar tu quinta. El pibe terminó de desatarla, se bajó de un salto y empezó a correr. Pero no pudo escaparse. Martín, el más rápido de los tuyos, logró entrelazarle una pierna con otra para que cayera y después, ya en el piso, llegaron los otros y empezaron a patearlo. La bandera había quedado a unos metros pero nadie se fijó en ella, todos se turnaban para escupirlo, patearlo y hacerle golpear la cara contra el cemento. El pibe estuvo boca abajo aguantando los embates en su espalda y en el estómago. De tantos golpes se fue encogiendo hasta quedar en posición fetal. Federico y Esteban, los más sanguinarios, le pateaban la cara y le gritaban que no fuera puto, que se levantara. El resto no llegaba a tanto y se conformaba con patearle el lomo.

Vos llegaste en el medio del tumulto, seis o siete de tus amigos rodeaban al pibe y vos no podías verlo. ¡Déjenme un poco a mí!, gritaste y aprovechaste el envión con el que venías y el hueco que te hicieron para darle un puntapié en el estómago y así cumplir con el bautismo de fuego y ser parte de ellos, como querías. Fue después de la patada que te diste cuenta que el pibe ensangrentado era yo. Lo noté en tus ojos, cuando hice el último intento por defenderme y alcé la cabeza. Tu cara estaba desencajada, entre la borrachera que llevabas y la sorpresa de verme tenías un gesto desfigurado. Me imagino lo que tus ojos vieron, si hablamos de rostro desfigurado. Enmudeciste, no tuviste el coraje de decir nada. Tu mutismo te acompaña hasta hoy, lo sé. Te aterra la idea de contarle a tu hijo lo sucedido. 

Hemorragia interna, dice el certificado de defunción que todavía conserva mi mamá. El caso fue diluyéndose de a poco, como pasa con todas las cosas. Todo quedó en la nada. Versiones distintas en cada declaración y algunos vínculos en el poder fueron suficientes para embarrar la causa y que todo fuera encaminándose al olvido.

Los meses que le siguieron a ese 21 de septiembre te resultaron muy difíciles, tuviste problemas con las autoridades de colegio y al año siguiente te cambiarías de escuela. Ese cambio de aire te vino bien, dejaste de verme en el rostro de tus compañeros y rápidamente te adaptaste al nuevo grupo. Pasaste ese 21 de septiembre con tus nuevos compañeros y hasta te fuiste a Bariloche con ellos. 

Ya pasaron veintiocho años de aquel día (al menos para el resto, porque para vos no ha pasado ni un segundo). Te casaste y tuviste un hijo varón que ahora es adolescente y que en cada primavera canta que esos colores son una pasión. Recuerdo que algunas veces fantaseábamos con el futuro, con ser padres y que nuestros hijos fueran amigos. Vos te enojás, lo retás y le decís que no cante esa idiotez. Él te mira extrañado, a veces te enfrenta y te pregunta por qué, y te acusa de ser viejo y de no entender nada, te dice que seguramente en tu época ni siquiera festejaban la primavera.  Vos te quedás callado, claro, ¿qué le vas a decir? 


     

martes, 8 de septiembre de 2015

Papá, ¿por qué?


Todas las noches hacía lo mismo. Corría las cortinas, se sentaba en la cama y con la poca luz que le proveía la luna se quedaba mirando el tapial del fondo a través de la ventana. Cuando la puerta estaba entreabierta y el padre lo descubría se irritaba un poco, le preguntaba qué hacía sentado como un marmota y sin esperar respuesta le ordenaba que se acostara y lo obligaba a dormirse si no quería que se le acercara. Y el niño no quería, porque cada vez que se le acercaba era para dejarle algún recuerdo en la piel.

Si cerraba la puerta, el padre la abría. En esa casa se dormía con las puertas abiertas ¿o tenía algo que esconder? Entonces prefería fingir dormir y aguantar el sueño, esperar el ruido de la canilla del baño, el cepillado de los dientes, después la cadena del inodoro y más tarde la puerta que se cerraba. Todas esas señales anticipaban unos minutos de silencio y finalmente el primer ronquido. Recién ahí se sentaba en la cama y se quedaba un largo rato mirando el tapial.

Una tarde, jugando con la pelota en el fondo, escuchó del otro lado la voz de un nene que le preguntó a su padre cómo tenía que pegarle para que hiciera comba. Con la cara interna del pie, ¿ves? ahora probá vos, le dijo, y al ruido del impacto le siguió una felicitación. Después oyó gritos de gol y algunos uuhh.

Fue desde ese día que sus ojos estaban puestos en el tapial. Volvía de la escuela y después de almorzar se iba para el fondo. A veces se ponía a jugar con la pelota y otras, se sentaba contra la pared y se imaginaba estar del otro lado. Sólo los fines de semana y algunos días de sol se repetía el juego en el patio vecino; los gritos, los goles, las risas. El resto de los días era el silencio y entonces él armaba la escena en su cabeza. Algunas veces los imaginaba jugando a la play o haciendo juntos las tareas de la escuela, otras, ayudando a mamá con la cena o mirando en familia alguna película de Disney.

Cerca de las seis llegaba su padre y si lo veía en el fondo, sentado contra el tapial, podía enfurecerse y entonces lo mandaría a estudiar, y le diría vago de mierda. La madre  siempre igual, le pedía que no provocara el enojo de su padre, que hiciera caso. Él creía que lo decía más para convencerse a sí misma que otra cosa, porque cada vez que el padre se enojaba con la madre…

Su última Nochebuena fue el comienzo del fin. Sus tíos y primos encontraron excusas para faltar y sólo asistieron sus abuelos maternos. Desde temprano el padre empezó a tomar y la madre le insistía que aflojara un poco, que no había necesidad, que no haga papelones. Pero él le echaba una mirada furibunda y llevaba su índice a la boca, pidiendo silencio. Un ratito antes de las doce, cuando ya estaba demasiado verborrágico y arrastraba cada palabra, la abuela le dijo que Trinidad tenía razón, que lo mejor sería que dejara de tomar. Pero el padre explotó; y ella qué se tenía que meter, vieja de mierda. Con el revuelo que se armó y los insultos que volaban sobre la mesa, todos se olvidaron de Papá Noel y el niño, cuando dieron las doce, ya estaba en su cuarto por orden de sus padres, porque los chicos no debían estar en las discusiones de los mayores.

Desde la cama escuchó la campanita y un griterío festivo que llegaba desde el otro lado del tapial. Entonces se sentó sobre la cabecera, corrió las cortinas y vio lo inesperado. Arriba del tapial, sobre el techo de la casa vecina, el mismísimo Papá Noel hacía sonar una campana y mostraba, entusiasta, una bolsa blanca, enorme, donde estaban los regalos. Aquella postal de la felicidad lo transportaba a un mundo mágico, a un mundo posible, a un mundo cercano pero ajeno. Una lágrima corrió por su mejilla antes de volver a acostarse.

Aquella fue la noche en la que tomó la fatídica decisión que llevaría a cabo dos días después. Tendría que improvisar una escalera artesanal, porque la del padre era muy pesada y estaba en el galpón. Así lo hizo. Fue durante la siesta, su madre dormía y su padre, albañil, todavía estaba en la obra. Llevó una de las sillas de madera del comedor, puso sobre ella una silla de plástico de las que estaban en el patio y trepó. El intento fue en vano porque apenas rozaba con las puntas de los dedos la última hilera de ladrillos. Entonces bajó y buscó alguna chatarra para darle más altura a la escalera. Encontró unos baldes de pintura que los usó para montar uno sobre otro y ponerlos sobre la silla de plástico, como último peldaño para llegar a la cima. Escaló con cuidado. Primero se subió a la silla de madera y una vez afirmado y con mucho equilibrio trepó hasta la silla de plástico. La escalera se movía peligrosamente pero él mantuvo la calma. Una vez que las sillas se aquietaron subió el último escalón y se paró sobre los baldes de pintura. La silla de plástico amagó con caerse, una de sus patas estaba en el límite de la madera de la silla de abajo. Cuando pudo dominar la situación tomó coraje y pegó el salto. La escalera se desarmó y él quedó montado sobre el tapial como quien intenta domar la fiereza de un caballo.

Cuando quiso incorporarse su pie izquierdo resbaló y cayó de espalda sobre la casa vecina con tanta mala suerte que su nuca impactó contra el borde de una chapa. El primero en descubrir la tragedia fue el nene vecino, cuando salió al patio con la pelota en la axila derecha. El recuerdo de esa imagen le costó muchas noches de insomnio y tiempo de terapia. Ahora está mejor, ya ha pasado más de un año de aquel episodio y pareciera que ha logrado convivir con ese trauma. Sus padres están mucho más tranquilos y sienten que todo está volviendo a la normalidad, salvo cuando el hijo mira la tele y pregunta por qué, a veces, mueren los niños. 








miércoles, 2 de septiembre de 2015

La tercera noche



Ahora lo reconozco. Después de que nuestras miradas se cruzaran en el espejo retrovisor, estoy seguro que es Gabriel, Gabriel Gutiérrez. Los hombres podemos cambiar, volvernos más viejos, más gordos, con más arrugas, pero la mirada no muta, se mantiene intacta, y él siempre ha tenido esa mirada triste, de pibe indefenso. Él también me reconoce porque baja la mirada bruscamente. ¿No debería ser yo quien evite el contacto por mi condición de “agitador”? ¿No es él quien debería estar orgulloso, con la cabeza en alto, por hacer bien su trabajo? Intenta sintonizar la radio pero no logra escapar de la interferencia. Se rinde y clava sus ojos en la ventanilla. No se ve nada, es de noche y la neblina de este invierno crudo se ha instalado en Buenos Aires.

Quiero que me mire, que se haga cargo de quién es, que su compañero sepa que nos conocemos. Estoy a punto de llamarlo, de mandarme la parte y hacer una escena de reencuentro emotivo, de involucrarlo para tocarle alguna fibra sensible o para fastidiarlo, pero me contengo. Algo me frena, tal vez el orgullo o el miedo a que me fajen ahí nomás, en plena ruta y con el auto andando. Él siente mi mirada en su nuca, empieza a hacer golpecitos automáticos con el pie y no despega los ojos del vidrio, como si quisiera bajarse. Cada tanto, el conductor le pregunta algo en código relacionado a sus funciones y él contesta con monosílabos, incómodo. Casi siempre contesta que sí con la cabeza sin siquiera mirarlo. Supongo que trata de evitar que yo me entere de los siguientes operativos, o simplemente siente un poco de vergüenza de estar ahí, al lado mío, y desentenderse de su historia, de su pasado. 

Siguió las instrucciones al pie de la letra como un muchacho obediente. Primero revisó donde le indicó su compañero hasta encontrar lo que buscaba y después se unió al otro y me dejó el cuello a la miseria. Siempre fue obediente. Ay, si todos fuesen como Gutiérrez… decía la profe Graciela sin saber que esas palabras garantizaban alguna paliza en lo recreos o, con suerte, si Jorgito o Alberto se apiadaban, no pasaba de unas cargadas o algún coscorrón. A mí también me daba un poco de bronca que fuera tan “aplicado”, como decían los profesores. No sé si me daba más rechazo que fuera tan obediente con las tareas o que no se defendiera ante las agresiones. 

Yo me mantenía al margen, me daba pena el maltrato del resto pero tampoco tenía interés en ayudarlo. Prefería la indiferencia y cuando tenía que pedirle algo lo llamaba por el apellido, para mantener la distancia. Por eso, la noche que sonó el timbre de casa a la hora de la cena y mi hermano me dijo que era mi compañero, “el boludín”, me sorprendí más que mis viejos. Sabía que se refería a él y pedí permiso para llevarlo a mi pieza.

Tenía un ojo morado y rengueaba un poco. Por un momento pensé que Jorgito o Alberto lo habían fajado otra vez. Me pidió si podía quedarse a dormir y empezó a llorar sin poderse controlar. Yo no sabía qué hacer y llamé a mis viejos. Nunca había visto llorar a un nene de esa manera, se tapaba la cara y lagrimeaba en silencio, como esas lluvias parejas, monótonas y constantes que se instalan y parecen eternas. Costó mucho que pudiera articular palabra. Mis viejos, después de escuchar la historia, aceptaron que se quedara con la condición que al día siguiente harían la denuncia. ¿Para qué? Si mi papá es el comisario, nos dijo. Vi que mis viejos se miraron extrañados y no supieron qué decir. 

A partir de ese día empezamos a tener una relación más cercana. Yo sabía su secreto y eso me convirtió en su confidente. La amistad consistía más o menos en esto: él me contaba cómo su padre se descargaba con su mamá y con él cuando llegaba enojado o borracho, y yo me limitaba a escucharlo y a pedirle detalles. Mi viejo odiaba a los policías y yo quería saber más sobre su padre para poder odiar yo también. Gabriel se contentaba con que alguien lo escuche. A mí me llamaba mucho la atención que después de contar las peores historias del padre terminara diciendo que de todas maneras tenía muchas cosas buenas y que lo quería más que a nadie, que al fin de cuentas tenía razón cuando le pedía que hiciera caso, que no hiciera renegar, o cuando le reprochaba a la madre que la comida no estaba lista para cuando él llegaba. 

La segunda noche que apareció de repente fue durante el verano anterior a empezar la secundaria. Gabriel fue a visitarme y me contó con tristeza que ya no nos volveríamos a ver, que no arrancaría la secundaria con nosotros. A su papá lo habían trasladado a Bahía Blanca y en esos días se mudarían. Después del inesperado aviso charlamos de cualquier cosa trivial para no caer en la cuenta que no nos volveríamos a ver. Cerca de la medianoche nos dimos un abrazo tibio y se fue. 

Esa visita fue la última, nunca más volví a verlo hasta hoy, la tercera noche, cuando incrustó su codo en mi nuca para inmovilizarme en el suelo boca abajo y que su compañero pudiera esposarme. En ese momento no lo reconocí, en la oscuridad del galpón y con los intentos desesperados por zafar, apenas pude percibir cierta familiaridad en su cara.