Todas las noches hacía lo
mismo. Corría las cortinas, se sentaba en la cama y con la poca luz que le
proveía la luna se quedaba mirando el tapial del fondo a través de la ventana.
Cuando la puerta estaba entreabierta y el padre lo descubría se irritaba un poco,
le preguntaba qué hacía sentado como un marmota y sin esperar respuesta le
ordenaba que se acostara y lo obligaba a dormirse si no quería que se le
acercara. Y el niño no quería, porque cada vez que se le acercaba era para
dejarle algún recuerdo en la piel.
Si cerraba la puerta, el
padre la abría. En esa casa se dormía con las puertas abiertas ¿o tenía algo
que esconder? Entonces prefería fingir dormir y aguantar el sueño, esperar el
ruido de la canilla del baño, el cepillado de los dientes, después la cadena
del inodoro y más tarde la puerta que se cerraba. Todas esas señales
anticipaban unos minutos de silencio y finalmente el primer ronquido. Recién
ahí se sentaba en la cama y se quedaba un largo rato mirando el tapial.
Una tarde, jugando con la
pelota en el fondo, escuchó del otro lado la voz de un nene que le preguntó a
su padre cómo tenía que pegarle para que hiciera comba. Con la cara interna del
pie, ¿ves? ahora probá vos, le dijo, y al ruido del impacto le siguió una
felicitación. Después oyó gritos de gol y algunos uuhh.
Fue desde ese día que sus
ojos estaban puestos en el tapial. Volvía de la escuela y después de almorzar
se iba para el fondo. A veces se ponía a jugar con la pelota y otras, se
sentaba contra la pared y se imaginaba estar del otro lado. Sólo los fines de
semana y algunos días de sol se repetía el juego en el patio vecino; los
gritos, los goles, las risas. El resto de los días era el silencio y entonces
él armaba la escena en su cabeza. Algunas veces los imaginaba jugando a la play
o haciendo juntos las tareas de la escuela, otras, ayudando a mamá con la cena
o mirando en familia alguna película de Disney.
Cerca de las seis llegaba
su padre y si lo veía en el fondo, sentado contra el tapial, podía enfurecerse
y entonces lo mandaría a estudiar, y le diría vago de mierda. La madre siempre igual, le pedía que no provocara el
enojo de su padre, que hiciera caso. Él creía que lo decía más para convencerse
a sí misma que otra cosa, porque cada vez que el padre se enojaba con la madre…
Su última Nochebuena fue
el comienzo del fin. Sus tíos y primos encontraron excusas para faltar y sólo asistieron
sus abuelos maternos. Desde temprano el padre empezó a tomar y la madre le
insistía que aflojara un poco, que no había necesidad, que no haga papelones.
Pero él le echaba una mirada furibunda y llevaba su índice a la boca, pidiendo
silencio. Un ratito antes de las doce, cuando ya estaba demasiado verborrágico
y arrastraba cada palabra, la abuela le dijo que Trinidad tenía razón, que lo
mejor sería que dejara de tomar. Pero el padre explotó; y ella qué se tenía que
meter, vieja de mierda. Con el revuelo que se armó y los insultos que volaban
sobre la mesa, todos se olvidaron de Papá Noel y el niño, cuando dieron las
doce, ya estaba en su cuarto por orden de sus padres, porque los chicos no
debían estar en las discusiones de los mayores.
Desde la cama escuchó la
campanita y un griterío festivo que llegaba desde el otro lado del tapial.
Entonces se sentó sobre la cabecera, corrió las cortinas y vio lo inesperado.
Arriba del tapial, sobre el techo de la casa vecina, el mismísimo Papá Noel
hacía sonar una campana y mostraba, entusiasta, una bolsa blanca, enorme, donde
estaban los regalos. Aquella postal de la felicidad lo transportaba a un mundo
mágico, a un mundo posible, a un mundo cercano pero ajeno. Una lágrima corrió
por su mejilla antes de volver a acostarse.
Aquella fue la noche en la
que tomó la fatídica decisión que llevaría a cabo dos días después. Tendría que
improvisar una escalera artesanal, porque la del padre era muy pesada y estaba
en el galpón. Así lo hizo. Fue durante la siesta, su madre dormía y su padre,
albañil, todavía estaba en la obra. Llevó una de las sillas de madera del
comedor, puso sobre ella una silla de plástico de las que estaban en el patio y
trepó. El intento fue en vano porque apenas rozaba con las puntas de los dedos
la última hilera de ladrillos. Entonces bajó y buscó alguna chatarra para darle
más altura a la escalera. Encontró unos baldes de pintura que los usó para
montar uno sobre otro y ponerlos sobre la silla de plástico, como último
peldaño para llegar a la cima. Escaló con cuidado. Primero se subió a la silla
de madera y una vez afirmado y con mucho equilibrio trepó hasta la silla de
plástico. La escalera se movía peligrosamente pero él mantuvo la calma. Una vez
que las sillas se aquietaron subió el último escalón y se paró sobre los baldes
de pintura. La silla de plástico amagó con caerse, una de sus patas estaba en
el límite de la madera de la silla de abajo. Cuando pudo dominar la situación
tomó coraje y pegó el salto. La escalera se desarmó y él quedó montado sobre el
tapial como quien intenta domar la fiereza de un caballo.
Cuando quiso incorporarse
su pie izquierdo resbaló y cayó de espalda sobre la casa vecina con tanta mala
suerte que su nuca impactó contra el borde de una chapa. El primero en
descubrir la tragedia fue el nene vecino, cuando salió al patio con la pelota
en la axila derecha. El recuerdo de esa imagen le costó muchas noches de insomnio y tiempo
de terapia. Ahora está mejor, ya ha pasado más de un año de aquel episodio y
pareciera que ha logrado convivir con ese trauma. Sus padres están mucho más
tranquilos y sienten que todo está volviendo a la normalidad, salvo cuando el hijo mira la tele y pregunta por qué, a veces, mueren los niños.
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