martes, 8 de septiembre de 2015

Papá, ¿por qué?


Todas las noches hacía lo mismo. Corría las cortinas, se sentaba en la cama y con la poca luz que le proveía la luna se quedaba mirando el tapial del fondo a través de la ventana. Cuando la puerta estaba entreabierta y el padre lo descubría se irritaba un poco, le preguntaba qué hacía sentado como un marmota y sin esperar respuesta le ordenaba que se acostara y lo obligaba a dormirse si no quería que se le acercara. Y el niño no quería, porque cada vez que se le acercaba era para dejarle algún recuerdo en la piel.

Si cerraba la puerta, el padre la abría. En esa casa se dormía con las puertas abiertas ¿o tenía algo que esconder? Entonces prefería fingir dormir y aguantar el sueño, esperar el ruido de la canilla del baño, el cepillado de los dientes, después la cadena del inodoro y más tarde la puerta que se cerraba. Todas esas señales anticipaban unos minutos de silencio y finalmente el primer ronquido. Recién ahí se sentaba en la cama y se quedaba un largo rato mirando el tapial.

Una tarde, jugando con la pelota en el fondo, escuchó del otro lado la voz de un nene que le preguntó a su padre cómo tenía que pegarle para que hiciera comba. Con la cara interna del pie, ¿ves? ahora probá vos, le dijo, y al ruido del impacto le siguió una felicitación. Después oyó gritos de gol y algunos uuhh.

Fue desde ese día que sus ojos estaban puestos en el tapial. Volvía de la escuela y después de almorzar se iba para el fondo. A veces se ponía a jugar con la pelota y otras, se sentaba contra la pared y se imaginaba estar del otro lado. Sólo los fines de semana y algunos días de sol se repetía el juego en el patio vecino; los gritos, los goles, las risas. El resto de los días era el silencio y entonces él armaba la escena en su cabeza. Algunas veces los imaginaba jugando a la play o haciendo juntos las tareas de la escuela, otras, ayudando a mamá con la cena o mirando en familia alguna película de Disney.

Cerca de las seis llegaba su padre y si lo veía en el fondo, sentado contra el tapial, podía enfurecerse y entonces lo mandaría a estudiar, y le diría vago de mierda. La madre  siempre igual, le pedía que no provocara el enojo de su padre, que hiciera caso. Él creía que lo decía más para convencerse a sí misma que otra cosa, porque cada vez que el padre se enojaba con la madre…

Su última Nochebuena fue el comienzo del fin. Sus tíos y primos encontraron excusas para faltar y sólo asistieron sus abuelos maternos. Desde temprano el padre empezó a tomar y la madre le insistía que aflojara un poco, que no había necesidad, que no haga papelones. Pero él le echaba una mirada furibunda y llevaba su índice a la boca, pidiendo silencio. Un ratito antes de las doce, cuando ya estaba demasiado verborrágico y arrastraba cada palabra, la abuela le dijo que Trinidad tenía razón, que lo mejor sería que dejara de tomar. Pero el padre explotó; y ella qué se tenía que meter, vieja de mierda. Con el revuelo que se armó y los insultos que volaban sobre la mesa, todos se olvidaron de Papá Noel y el niño, cuando dieron las doce, ya estaba en su cuarto por orden de sus padres, porque los chicos no debían estar en las discusiones de los mayores.

Desde la cama escuchó la campanita y un griterío festivo que llegaba desde el otro lado del tapial. Entonces se sentó sobre la cabecera, corrió las cortinas y vio lo inesperado. Arriba del tapial, sobre el techo de la casa vecina, el mismísimo Papá Noel hacía sonar una campana y mostraba, entusiasta, una bolsa blanca, enorme, donde estaban los regalos. Aquella postal de la felicidad lo transportaba a un mundo mágico, a un mundo posible, a un mundo cercano pero ajeno. Una lágrima corrió por su mejilla antes de volver a acostarse.

Aquella fue la noche en la que tomó la fatídica decisión que llevaría a cabo dos días después. Tendría que improvisar una escalera artesanal, porque la del padre era muy pesada y estaba en el galpón. Así lo hizo. Fue durante la siesta, su madre dormía y su padre, albañil, todavía estaba en la obra. Llevó una de las sillas de madera del comedor, puso sobre ella una silla de plástico de las que estaban en el patio y trepó. El intento fue en vano porque apenas rozaba con las puntas de los dedos la última hilera de ladrillos. Entonces bajó y buscó alguna chatarra para darle más altura a la escalera. Encontró unos baldes de pintura que los usó para montar uno sobre otro y ponerlos sobre la silla de plástico, como último peldaño para llegar a la cima. Escaló con cuidado. Primero se subió a la silla de madera y una vez afirmado y con mucho equilibrio trepó hasta la silla de plástico. La escalera se movía peligrosamente pero él mantuvo la calma. Una vez que las sillas se aquietaron subió el último escalón y se paró sobre los baldes de pintura. La silla de plástico amagó con caerse, una de sus patas estaba en el límite de la madera de la silla de abajo. Cuando pudo dominar la situación tomó coraje y pegó el salto. La escalera se desarmó y él quedó montado sobre el tapial como quien intenta domar la fiereza de un caballo.

Cuando quiso incorporarse su pie izquierdo resbaló y cayó de espalda sobre la casa vecina con tanta mala suerte que su nuca impactó contra el borde de una chapa. El primero en descubrir la tragedia fue el nene vecino, cuando salió al patio con la pelota en la axila derecha. El recuerdo de esa imagen le costó muchas noches de insomnio y tiempo de terapia. Ahora está mejor, ya ha pasado más de un año de aquel episodio y pareciera que ha logrado convivir con ese trauma. Sus padres están mucho más tranquilos y sienten que todo está volviendo a la normalidad, salvo cuando el hijo mira la tele y pregunta por qué, a veces, mueren los niños. 








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