Ahora lo reconozco. Después
de que nuestras miradas se cruzaran en el espejo retrovisor, estoy seguro que
es Gabriel, Gabriel Gutiérrez. Los
hombres podemos cambiar, volvernos más viejos, más gordos, con más arrugas,
pero la mirada no muta, se mantiene intacta, y él siempre ha tenido esa mirada
triste, de pibe indefenso. Él también me
reconoce porque baja la mirada bruscamente. ¿No debería ser yo quien evite el
contacto por mi condición de “agitador”? ¿No es él quien debería estar
orgulloso, con la cabeza en alto, por hacer bien su trabajo? Intenta sintonizar
la radio pero no logra escapar de la interferencia. Se rinde y clava sus ojos
en la ventanilla. No se ve nada, es de noche y la neblina de este invierno
crudo se ha instalado en Buenos Aires.
Quiero que me mire, que se haga
cargo de quién es, que su compañero sepa
que nos conocemos. Estoy a punto de llamarlo, de mandarme la parte y hacer una
escena de reencuentro emotivo, de involucrarlo para tocarle alguna fibra
sensible o para fastidiarlo, pero me contengo. Algo me frena, tal vez el
orgullo o el miedo a que me fajen ahí nomás, en plena ruta y con el auto
andando. Él siente mi mirada en su nuca, empieza a hacer golpecitos automáticos
con el pie y no despega los ojos del vidrio, como si quisiera bajarse. Cada
tanto, el conductor le pregunta algo en código relacionado a sus funciones y él
contesta con monosílabos, incómodo. Casi siempre contesta que sí con la cabeza
sin siquiera mirarlo. Supongo que trata de evitar que yo me entere de los
siguientes operativos, o simplemente siente un poco de vergüenza de estar ahí,
al lado mío, y desentenderse de su historia, de su pasado.
Siguió las instrucciones al pie de
la letra como un muchacho obediente. Primero revisó donde le indicó su
compañero hasta encontrar lo que buscaba y después se unió al otro y me dejó el
cuello a la miseria. Siempre fue obediente. Ay, si todos fuesen como Gutiérrez… decía la profe Graciela sin saber
que esas palabras garantizaban alguna paliza en lo recreos o, con suerte, si
Jorgito o Alberto se apiadaban, no pasaba de unas cargadas o algún coscorrón. A
mí también me daba un poco de bronca que fuera tan “aplicado”, como decían los
profesores. No sé si me daba más rechazo que fuera tan obediente con las tareas
o que no se defendiera ante las agresiones.
Yo me mantenía al margen, me daba
pena el maltrato del resto pero tampoco tenía interés en ayudarlo. Prefería la
indiferencia y cuando tenía que pedirle algo lo llamaba por el apellido, para
mantener la distancia. Por eso, la noche que sonó el timbre de casa a la hora
de la cena y mi hermano me dijo que era mi compañero, “el boludín”, me
sorprendí más que mis viejos. Sabía que se refería a él y pedí permiso para
llevarlo a mi pieza.
Tenía un ojo morado y rengueaba un
poco. Por un momento pensé que Jorgito o Alberto lo habían fajado otra vez. Me
pidió si podía quedarse a dormir y empezó a llorar sin poderse controlar. Yo no
sabía qué hacer y llamé a mis viejos. Nunca había visto llorar a un nene de esa
manera, se tapaba la cara y lagrimeaba en silencio, como esas lluvias parejas,
monótonas y constantes que se instalan y parecen eternas. Costó mucho que
pudiera articular palabra. Mis viejos, después de escuchar la historia,
aceptaron que se quedara con la condición que al día siguiente harían la
denuncia. ¿Para qué? Si mi papá es el comisario, nos dijo. Vi que mis viejos se
miraron extrañados y no supieron qué decir.
A partir de ese día empezamos a
tener una relación más cercana. Yo sabía su secreto y eso me convirtió en su
confidente. La amistad consistía más o menos en esto:
él me contaba cómo su padre se descargaba con su mamá y con él cuando
llegaba enojado o borracho, y yo me limitaba a escucharlo y a pedirle detalles.
Mi viejo odiaba a los policías y yo quería saber más sobre su padre para poder
odiar yo también. Gabriel se contentaba con que alguien lo escuche. A mí me
llamaba mucho la atención que después de contar las peores historias del padre
terminara diciendo que de todas maneras tenía muchas cosas buenas y que lo
quería más que a nadie, que al fin de cuentas tenía razón cuando le pedía que
hiciera caso, que no hiciera renegar, o cuando le reprochaba a la madre que la
comida no estaba lista para cuando él llegaba.
La segunda noche que apareció de
repente fue durante el verano anterior a empezar la secundaria. Gabriel fue a
visitarme y me contó con tristeza que ya no nos volveríamos a ver, que no
arrancaría la secundaria con nosotros. A su papá lo habían trasladado a Bahía
Blanca y en esos días se mudarían. Después del inesperado aviso charlamos de
cualquier cosa trivial para no caer en la cuenta que no nos volveríamos a ver.
Cerca de la medianoche nos dimos un abrazo tibio y se fue.
Esa visita fue la última, nunca más
volví a verlo hasta hoy, la tercera noche, cuando incrustó su codo en mi nuca
para inmovilizarme en el suelo boca abajo y que
su compañero
pudiera esposarme. En ese momento no lo reconocí, en la oscuridad del galpón y
con los intentos desesperados por zafar, apenas pude percibir cierta
familiaridad en su cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario