sábado, 24 de diciembre de 2016

Camioncito volcador

- ¿Conseguiste algo?
- Si. Pagan poco y es sólo por un día. Pero bueno, algo es algo -respondió Salvador.
- Como siempre
La mujer, con los ojos clavados en la mesa de plástico, menea la cabeza y sonríe. Raspa con la uña una mancha negra: algo pegado, un chicle viejo, tal vez.
- ¿Cuándo vas a hacerte respetar? Mañana es Navidad ¿No pensaste en los chicos?
Un ventilador con dos aletas, encima de la mesada, empuja el aire caliente que entra por la abertura donde algún día habrá una ventana. La cortina hecha de sábanas viejas flamea a veces, cuando el ventilador llega a final del recorrido y las mira de frente. Ella toma mate lavado, revuelve la bombilla, levanta la yerba del fondo, y vuelve a cebar.
- Está lavado -dice él y le devuelve el mate a medio tomar.
A ella no le importa, no va a mejorarlo. La yerba está muy cara y hay que hacerla durar.
- Que si pensaste en los chicos, te dije.
Sí, claro que había pensado, por eso había conseguido esa changa. Pero ¿para qué decirle? Ella le reprobaría la idea como lo hace con todas las cosas. Basta que él propusiera algo para que ella dijera lo contrario.
- Los chicos van a tener su regalo.
- ¿Ah, sí? ¿Le vas a escribir una carta a Papá Noel?
- La changa es mañana. Voy a volver tarde. Pero voy a traer regalos y en el camino voy a comprar carne. Vamos a comer carne. Todo va a estar bien.
Ella se asoma al hueco de la cocina a ver si los chicos están bien. Los ve jugando con el agua de la zanja. Se refrescan. Un vaso de plástico es usado como pelota y flota en el agua. Los chicos lo patean, se salpican y ríen por la dificultad de trasladar el balón hasta el arco rival.
La madre les grita. Les dice que salgan, o que jueguen quietos. Que no corran. Si corren se cansan y si se cansan les da hambre, ¿y qué les daría de comer? tendría que adelantar la cena, en ese caso. Preparar las papas fritas cuando el sol todavía está alto. Ese era el truco. Tenía que ser papas fritas para conformar a los comensales. Cuando había arroz o polenta los chicos se resistían a cenar tan temprano y se escapaban al rancho de Mirta, que siempre tenía alguna galletita para darles.
Es 24 Salvador se levanta temprano. Se prepara un té. Queda poca yerba y si se acaba su mujer no tendrá cómo pasar el rato. Le deja una nota a la mujer: “vuelvo a la noche, con carne. Antes de Papá Noel”.
Pasado el mediodía la mujer reniega con los hijos para que duerman la siesta, lo de siempre. Los chicos, excitados, se acuestan pero no duermen. Inventan historias y juran haber estado en la estrella donde vive Papá Noel. La madre desiste de dormir. Les lava la cara que bastante sucia quedó de jugar con tierra durante la mañana y se los lleva al centro. Los 24 de diciembre, en general, abundan los Papá Noel en las puertas de los negocios regalando caramelos. Es una buena manera de pasar la merienda, piensa.
Salvador tiene las mangas mojadas de tantas veces que secó la transpiración de la frente. Clavado en la esquina, repartiendo volantes y caramelos, siente que se derrite. El sol le da de frente desde las once y cuarto. Las madres de los nenes lo esquivan, no quieren que sus hijos se acerquen a un papá Noel mojado, que lleva una enorme aureola de sudor en las axilas. De a ratos mira hacia el cielo. Calcula el tiempo que le llevará al sol esconderse tras la azotea del negocio de ropa y alivianar la jornada con sombra.
Ve a sus hijos correr en dirección a él. Cree que lo reconocieron y lamenta tener que alejarlos antes de que el dueño se percate. Su mujer, un poco más atrás, atenta a sus hijos, todavía no lo ve. Salvador abre los brazos y se agacha un poco para quedar a su altura, pero los chicos se detienen antes, en la vidriera. Señalan juguetes y apoyan la cara enrojecida del calor en el vidrio fresco. Después sí, ven a Papá Noel que les ofrece caramelos. El más chico prefiere manotear de la canasta mientras el más grande le habla al oído, para que su hermano no escuche.
- Yo no quiero nada, ya soy grande. Pero te pido que a él le regales un camioncito volcador como el que está ahí -y señala, sin mirar, la vidriera.
El padre asiente con la cabeza, sin hablar. No sabe si su hijo le habla a él o a Papá Noel. Por las dudas no quiere delatarse. Su mujer quedó a mitad de cuadra donde otro Papá Noel reparte galletitas en la puerta de un mercado.
- ¡Vengan chicos, vengan acá que hay galletitas!
Los chicos salen corriendo.
Ahora, las lágrimas de Salvador se confunden con el sudor de los pómulos y se pierden entre la lana blanca de la barba ficticia.
El dueño de la juguetería deambula por el local supervisando el trabajo de los empleados y atento a los clientes: no vaya a ser cosa que se lleven algo sin pagar. Sale a la puerta, se le acerca a Salvador y le dice, por lo bajo, que no permita que los pibes le metan la mano en la canasta, que los caramelos son uno para cada uno, que si no, se lo descontaría al terminar la jornada.
Salvador le pide agua, pero tiene que esperar que haya menos gente en el negocio. Queda feo ver a Papá Noel refrescarse.
Respira hondo, tiene que aguantar. Un poco de paciencia y se las cobrará todas juntas al terminar el día, cuando todos hayan vuelto a sus casas, cuando los negocios vecinos hayan cerrado, cuando sólo queden ellos dos, cuando el dueño quiera pagarle la miseria prometida, cuando él saque la cuchilla de su bolso.






sábado, 26 de noviembre de 2016

La correntada


Gregorio mira, desde la orilla, cada uno de los saltos que Oscar ensaya desde el tronco. Dejó de llover después de varios días y el caudal del río creció tanto que ahora se podían meter. La correntada se lleva todo tipo de basura acumulada durante el tiempo de sequía. Aunque Gregorio sepa que su hermano sí ha aprendido a nadar, y que ya se mete solo en la pelopincho gigante del abuelo, tiene la esperanza de que en el río sea distinto, sobre todo en ese río, agitado, inquieto. En el verano anterior, Oscar había estado practicando en los brazos de tío Pedro que lo hacía girar en círculo y lo alentaba en las brazadas y las patadas. Gregorio, en cambio, no había querido porque sentía, como su madre, que siempre puede pasar algo. Además, no había necesidad. Si tenía calor podía meterse en la pelopincho de su patio, que al ser más chica que la del  abuelo, no tenía riesgos.
Gregorio piensa en decirle a su madre, en irle con el cuento. El permiso que les había sido otorgado con un solo movimiento -llevando el mentón al pecho- fue para jugar en la orilla, no para meterse -la madre había accedido mientras colgaba la ropa en el patio, después de haberlos tenido tantos días encerrados-. Pero no lo hace, se queda mirando al hermano mientras golpea el agua con una rama ¿de qué serviría?, ella alzaría los hombros y lo mandaría a él, a Gregorio, que le dijera a su hermano que hiciera caso, y Oscar, victorioso, le diría maricón, putito.
Oscar anuncia, cada vez que se lanza, el nombre del salto: ¡bombaaaa! ¡palitoooo! ¡panzaaaa! y después desaparece por un instante, el instante que Gregorio espera y que disfruta. Una fracción de segundos donde el agua se lo deglute sin dejar rastros, en el mismo movimiento de la correntada. Desaparece, piensa Gregorio, y escucha en su cabeza la voz de la madre, desaparezcan de acá, me tienen podrida. La cabeza de Oscar vuelve a la superficie en un lugar distinto cada vez, siempre un poco más lejos, y tiene que caminar unos metros por la orilla para volver al tronco que corta el río, que está caído desde la última tormenta y que actúa como propulsor del agua. Más tarde cambia, ya no anuncia su pirueta sino que grita maricón, en el aire, antes de caer, y algunos segundos después se ríe, como si hubiera postergado adrede su risa durante el tiempo que estuvo sumergido. A Gregorio parece no molestarle, o cree que es la mejor forma de responder, fingiendo indiferencia. Las veces que buscaba defensa en su madre ella respondía en plural, siempre en plural: ¿por qué no se dejan de joder? ¿Por qué no se van? y seguía con lo suyo que, aunque no sabía bien en qué consistía, parecía estar siempre ocupada en otras cosas más importantes, con otros problemas mayores, y por eso seguramente es que lloraba de a ratos, a escondidas, o se tildaba mirando la nada y después, cuando reaccionaba, se equivocaba de nombre y en vez de Gregorio u Oscar decía Edu -siempre Edu-, y Gregorio la corregía, pero no le preguntaba. Tampoco preguntaba nunca por su padre, ¿para qué?. Seguro la madre se enojaría, y él no quería seguir dando motivos. Al contrario, buscaba siempre complacerla aunque resultara difícil saber cómo porque la madre casi no hablaba y rara vez le pedía algo, y cuando lo hacía estaba enojada y era que se fueran, que la dejaran tranquila, y si no, a veces, pedía paz, pero no a ellos, no a Gregorio ni a Oscar, sino a alguien; dame paz, decía, o dame fuerzas, y miraba al techo o un portarretratos donde un señor posaba con una caña de pescar. Cuando venían visitas, en cambio, ya sea el tío Pedro o los abuelos, la madre hablaba más, hablaba de ellos, de cómo les iba en la escuela, de cómo la ayudaban con las cosas de la casa, y los atendía, les hacía la leche y los dejaba mirar la tele en su habitación. Algunas noches, cuando Oscar era el primero en irse a dormir, Gregorio se sentaba en silencio en el sillón, al lado de su madre, y cuando le venía el sueño se recostaba y ponía su cabeza en las piernas de ella, siempre en silencio, y su madre le hacía algunas caricias en el pelo, casi como un descuido, o como un tic, o un automatismo, mientras miraba algo en la tele; a veces una novela, otras un programa de política o una película empezada que nunca terminaba porque al rato cambiaba, como un acto reflejo, como las caricias en el pelo. Lo importante era poner la mente en esas imágenes, las de la tele, y no en otras. Al menos eso creía Gregorio y pensaba, además, que tal vez fuera eso, el silencio, lo que buscaba su madre, y que si él podía ofrecérselo, si era capaz de comportarse como si no estuviera, todo andaría bien y su mamá podría estar tranquila y poner la cabeza en esas otras cosas, como en las imágenes de la tele.
Oscar hunde su cabeza, levanta los brazos y los sacude en el agua, después se incorpora y lo mira a Gregorio sonriendo, victorioso, como burlándose, como si él no fuera capaz de ahogarse, como si pudiera dominar la situación y hasta hacer chistes. Gregorio piensa y espera, espera que en alguna oportunidad el río corra más fuerte y lo arrastre, y que Oscar levante los brazos pidiendo ayuda, pero esta vez en serio, y él pueda ver de cerca cómo se ahoga lentamente, como pasa de la desesperación al desgaste, y sus brazos moviéndose cada vez con menos fuerzas hasta entregarse por entero al agua, al río, a la corriente que no descansa. Espera verlo desaparecer como quiere la madre, que desaparezcan, y ser el último en reírse porque se ríe mejor, vengándose así de cada derrota. Pero Gregorio no sabe, mientras espera, que sería el comienzo del fin, que seis o siete años después su madre se iría para siempre porque resulta que no era eso lo que quería, y que ahora sí ya no tendría fuerzas para seguir, ya no podría cargar con la culpa de otra muerte y entonces el suicidio, o el abandono de la casa y de su hijo alguna madrugada, daría lo mismo, porque el mundo de Gregorio terminaría por desmoronarse y no habría otro destino que la clínica psiquiátrica, la negación rotunda de ese mundo, el real, convertido en un agujero negro, y la supervivencia en el otro mundo, el que quedó detenido en las caricias nocturnas, en los dedos de su madre entrelazándose en el pelo, y la espera, la espera eterna de una visita que siempre se postergaría porque su madre estaría ocupada, trabajando para el bienestar suyo, el de Gregorio, y años más tarde la imagen de una silla en la vereda de la clínica al atardecer, donde un hombre grande, un paciente crónico espera sentado, tomando mates y fumando incansablemente, la visita de su madre que ahora sólo puede recordar en blanco y negro.

El sol va cayendo, los últimos rayos no alcanzan para mantener un calor que había sido agobiante hasta hace un momento. Oscar, por fin, sale del agua y golpeando levemente la nuca de Gregorio le dice; dale boludín, pareces una estatua sentado ahí, quieto. Vamos a tomar la leche.



jueves, 15 de septiembre de 2016

Amigos

  Que porquería de tipo resultaste ser, a traición el muy cagón. Cuantas veces te quise explicar que fue ella la que me buscó ¿y yo qué iba a hacer? No es de hombre negarse a una mujer, sabés. Pero si te dije, poligriyo, esa piba estaba en oferta y tu orgullo no te dejó ver. Que soy un envidioso, que la bato de gavión y que si perdí que me curtiera. En todo caso lo hubieses tomado como un ajuste de cuentas por la plata que me cagaste con el negocio de los taxis. Estábamos a mano, cabrón, no tenías que llegar a esto. Ya sé, me vas a decir que lo de los taxis fue en venganza por la jugarreta que te hice con los burros, y yo te puedo batir que vos tiraste la primera piedra cuando me mandaste a pegar por la barra de Chicago. No tenés palabra, gallina. Habíamos acordado que la diferencia de colores no arruinaría la amistad, y no te bancaste la vuelta de Chaca en tu cancha.
   Pero con esto te pasaste de la raya, mal bicho. No es de compadrito andar resolviendo entuertos con veneno para ratas o la porquería que haya sido. Me chamuyaste como a un borrego con el verso de hacer tablas.
   ¡Cómo acepté esa copa viniendo de vos, canalla, si yo sabía que me la tenías junada!. Ahora me sacaron las fuerzas, algo me retuerce por dentro como se escurre un trapo. Miralos al Tuerca y a la Gringa, y al Cacique con el Panza, amigotes tuyos que se hacen los otarios y miran para otro lado. Me estoy yendo de a poco, ya casi no siento el cuerpo. La pucha, si al menos viniera esa famosa luz blanca o el túnel del final… pero ni eso, che. Todo se hace nube, pero te aseguro que de alguna manera me la voy a cobrar.  
 Fotoletraje 2015. Gracias a María Laura Vidal por ceder su foto.

viernes, 2 de septiembre de 2016







 "Lista negra", uno de los libros de la antología de Pelos de Punta. Incluye un cuento mío, "Reloj de arena". Podés comprarlo acá http://www.pelosdepunta.com/productos/11-lista-negra/

martes, 16 de agosto de 2016

Blanco

      Apatía, ausencia de sensaciones, estática vital, abstracción absoluta, parálisis perpetua, silencio atroz, un pozo infinito. Blanco, eso es blanco.
Un día nublado, un día de lluvia, un día con nieve, viento que corre, todo es blanco. Gente en sus casas, calles desiertas, plazas vacías, parques cerrados, la muerte. Eso es blanco.
Su mente está en blanco, no funciona, se apaga de a poco. Laberinto hermético, circular y cerrado. No hay escape. Pierde la visión, sólo ve blanco. Su razón se adormece y el blanco es una gran cortina que lo envuelve. Se enloquece, se marea ante el blanco.
Se cae sin saber, se tropieza y vuelve a tropezarse. No hay obstáculos, solo hay blanco.
Una página en blanco, un libro en blanco, un espacio en blanco, un cuadro blanco. Nada para decir, nada para adornar, nada para expresar, nada para mostrar, nada. Es el fin o el inicio pero no el transcurso, no el devenir, no el movimiento y no la dinámica. Tampoco el recorrido. Es quietud, es palidez.
Confusión, desequilibrio, alteración. Ni siquiera llanto, ni gritos, ni desesperación. Tal vez agonía, pero poca, casi imperceptible, casi ausente.
Da vueltas sobre su propio eje, como la tierra, pero sin tierra. Sin nada. Solo da vueltas sobre sí. Se mueve pero no se mueve. Se automatiza en un movimiento circular, eterno, sin dirección, sin norte ni intención. Como una gallina decapitada. Giros y giros, calesita perpetua. Blanco
Estado de coma, terapia intensiva, enfermeras, médicos, y hospitales. Todo es blanco. La morgue. Blanco y frío, porque el frío es blanco. Ambulancias y camillas, también las camas, las sábanas y las cortinas. Un camino blanco hacia una muerte blanca: al polvo blanco de donde venimos y adonde vamos.
Sobre este fondo blanco, manchas negras. Palabras.  


sábado, 2 de julio de 2016

Cascotes

El pibito dibuja en la tierra con una ramita. Hace el escudo de Boca una y mil veces. Borra con la mano y vuelve a dibujar. Levanta la cabeza intentando recordar cuántas estrellas tiene el escudo. Entrecierra los ojos y mira lejos. El sol le da en la cara. Lo que ve es puro descampado, yuyos altos. El cielo sigue despejado como todo el verano. Vuela la  tierra en el aire denso, no hay agua que la aplaque. Del otro lado, a sus espaldas, hay algunas ranchos, no muchos. Un manojo de casas simples, algunas calles, y los carteles que marcan “cerrado” en un puñado de comercios.
El silencio de la siesta lo aplasta, como el calor. La ramita se mueve sobre la tierra como un chuchilleo de ratas.
Como una brisa, viene desde muy lejos un ruido que el chico percibe enseguida. En un sólo movimiento se pone de pie y empieza a correr. Corre saltando los yuyos y esquivando los pozos. Salta la zanja de un tirón y cruza la calle sin mirar porque no es necesario, nunca pasa nadie por allí y menos a esa hora. Se mete por la puerta de chapa que quedó entreabierta y va derecho a la pieza. Lo sacude, lo zamarrea y le dice que se levante, que se apure. Le habla fuerte pero en voz baja para no despertar al resto. El otro, un poco más grande que él, se sobresalta, busca el pantalón pero no lo encuentra. No hay tiempo. Empieza a correr en calzoncillos siguiendo los pasos del más chico. Cruzan la calle sin mirar, saltan la zanja y corren entre los yuyos. En el trayecto van agarrando algunas piedras sin detenerse. Se agachan a la carrera, agarran piedras y siguen sin pausa. El ruido, ahora cercano, los apresura más. Tienen sus manos llenas de piedras y las empiezan a tirar. Las primeras se quedan cortas, muy cortas. Están muy lejos todavía y están cansados, sin fuerzas. Vuelven a juntar piedras, pero más grandes. Cascotes. Ahí, cerca de las vías, siempre hay cascotes. Ahora sí, ya firmes y pudiendo hamacarse para tomar fuerzas, tiran los cascotes que dan contra las ventanillas del último vagón. Los vidrios se astillan. Una sola vez lograron que estalle.
Suena la bocina del tren que se aleja y ellos, en el piso, se ahogan con la risa y el cansancio. Imaginan al maquinista masticando bronca y comentan cómo les ha sido con la puntería esta vez.
Cuando se les haya pasado la agitación volverá la calma, el silencio de una siesta de verano, el calor agobiante en el descampado.




martes, 21 de junio de 2016

El último adiós



     Después de ese día tuve que dejar el oficio. Ya no podía seguir con lo mismo. No hubo manera de sacarme ese episodio de la cabeza.


   Me levanté a las seis y media, me preparé unos mates amargos y me los tomé así, pelados, sin comer nada. El primer bocado de lo que podría llamarse desayuno (pan con manteca o alguna galletita) lo di después de los mates y de la ducha, antes de salir. Siempre hacía la misma rutina. En el interín repasé la agenda para ver cómo venía la jornada. Generalmente, y por motivos que desconozco, tenía mucho más trabajo en los meses de invierno que en cualquier otro momento del año (como si alguien pudiera elegir al respecto).
   Mi trabajo, a diferencia del sepulturero o el cuidador, es más organizado y no hay urgencias. Las personas que requerían el servicio solicitaban turno y yo iba acomodando la semana de acuerdo al criterio que me había aconsejado mi papá antes de dejarme a cargo. Él decía que la mejor manera de sostener el oficio era, en la medida de lo posible, organizarse el día de trabajo lo más variado posible: un anciano, alguna persona con enfermedad terminal, un accidentado y después los Chicos Los chicos, sobretodo, hay que ubicarlos bien distanciados porque son lo que más suelen afectar.
   Para llegar a la casa donde trabajaba tenía que caminar por un callejón ancho ensombrecido por la altura de los pinos. Los días de mucho viento sentía a los pinos murmurar y pensaba siempre lo mismo: las almas en pena intentaban conectarse conmigo, vaya uno a saber por qué. Ese pensamiento me gustaba, me daba un aura especial y me sentía un médium.
   Al llegar fui poniendo el horno en condiciones mientras preparaba la cantidad de café estimada para el movimiento de gente que tendría en el día.
   El lugar ayuda para que las personas se sientan más a gusto. Si uno pasara por la puerta por primera vez no diría nunca que allí funcionaba un crematorio. La fachada despista la supuesta solemnidad del acto de cremación. Se trata de una casa baja, de piedra, con techo de tejas a dos aguas. Como una de esas casas de té que se pueden encontrar en la patagonia, por ejemplo.
   La mañana fue transcurriendo con total normalidad. El primer cliente fue un hombre fallecido de cáncer, después vino el turno de una mujer muerta en un accidente de autos y en tercer lugar un adolescente que se había suicidado colgándose en el galpón de su casa (me extrañó que sólo haya ido su madre. El padre no estaba de acuerdo con la cremación). A la tarde me quedaba un solo cliente. Ese día terminaría temprano porque tenía pensado visitar a mis padres cerca de las seis, antes que se hiciera de noche, porque suelen ponerse nerviosos si reciben visitas próximas a la hora de cenar.
   Cerca de las tres llegaron la viuda y la hija del último cliente del día. Las recibí en la sala de espera y las invité a pasar a la oficina. Les ofrecí café pero no quisieron. Entonces empecé a contarles  todo el procedimiento que haríamos -la gente suele tener ideas muy tétricas sobre el servicio, pero una vez que conversamos empiezan a sentirse un poco mejor, o al menos, más tranquilos con la decisión-. Les conté que el servicio dura dos horas, más o menos -cuando el proceso de desintegración natural demora unos cuarenta años-, que el cuerpo lo íbamos a meter con el cajón sin los cerramientos (antes se ubicaba los cuerpos en una planchuela, pero ahora por cuestiones de higiene, era obligatorio que fuera con el cajón para no manipular los cadáveres). Los invité a presenciar el ingreso del cajón al horno crematorio, si es que lo deseaban, les dije que no era nada traumático. También les dije que podíamos abrir el cajón por última vez para que se despidieran y se aseguraran que estuviera su ser querido. La hija no quería ver el cuerpo, decía que eso no era su padre, pero que sí deseaba poner un recuerdo junto a él. Entonces sacó una foto y dijo “es mi mamá, su amor de toda la vida”. Miré a la viuda que estaba con la cabeza gacha, sin querer saber.  Tomé la foto y le dije que no se preocupara, yo me encargaría.
   La viuda y la hija estaban tranquilas. La hija me dijo que hacía tiempo que estaba mal y que ya no se podía hacer nada, que ahora, ambas, se sentían más aliviadas. Él quería que sus cenizas fueran al mar y vamos a respetar su voluntad, me dijo. Yo le aclaré, como hacía en cada caso, que en realidad no son cenizas, sino huesos pulverizados, que es un material granulado. Tras la incineración quedan sólo los huesos, se los deja enfriar y se los tritura en un pulverizador.
   Después arreglamos las formalidades administrativas. Les pedí el documento que acreditara un vínculo manifiesto, el certificado de defunción, la planilla médica y la licencia de cremación. Lo fundamental del tramiterío es la firma de un médico matriculado (nunca se sabe cuándo puede aparecer alguna investigación judicial ante una muerte dudosa).
   Las mujeres decidieron ir a dar una vuelta y volver a las dos horas. Me quedé solo, con el cuerpo. Abrí el cajón por última vez para poner dentro la foto. Su cara tenía un gesto extraño, como si estuviera a mitad de camino de un gesto de súplica, como si estuviera en movimiento.
   Los maquilladores del cuerpo son los encargados de dejar en el difunto un gesto de alivio, de tranquilidad (en la medida que se pueda). Lo hacen siempre del mismo modo porque les queda bien: la boca levemente inclinada hacia uno de los costados amagando una pequeña sonrisa y el ceño alisado aparentando relajación muscular. Pero en esa cara había una intención, algo, que no sabría definir qué, me transmitía que estaba incompleto, que todavía tenía algo por hacer, que en cuanto me diera vuelta se pararía, se sacudiría la ropa y se iría caminando.
   Puse la foto entre los dedos de su mano derecha. En ella, la mujer había sido capturada por la cámara en forma sorpresiva. Tenía las cejas levantadas y sonreía, pero no para la cámara. Esa sonrisa parecía genuina. Algo le habría causado gracia al momento de la foto. Antes de cerrar el cajón volví a mirarlo y tuve el impulso de hablarle, pero no lo hice. Me acordé de Poe y su terror a la claustrofobia. Hay personas que no quieren ir a tierra o a un nicho, que de solo pensarlo las asfixia, les da miedo que los entierren vivos. Por eso me gustaba lo que hacía. Pienso que en una cremación se libera a la persona del encierro.
   Pero no pude seguir, tuve que dejar el trabajo. Claro que argumenté otros motivos: el cansancio, la rutina, la necesidad de cambio. Nadie me hubiera creído que al momento de cerrar el cajón el hombre abrió la boca y dijo gracias.