Gregorio mira, desde la orilla, cada uno de los saltos que Oscar ensaya
desde el tronco. Dejó de llover después de varios días y el
caudal del río creció tanto que ahora se podían meter. La correntada se lleva
todo tipo de basura acumulada durante el tiempo de sequía. Aunque Gregorio sepa
que su hermano sí ha aprendido a nadar, y que ya se mete solo en la pelopincho
gigante del abuelo, tiene la esperanza de que en el río sea distinto, sobre
todo en ese río, agitado, inquieto. En el verano anterior, Oscar había estado
practicando en los brazos de tío Pedro que lo hacía girar en círculo y lo
alentaba en las brazadas y las patadas. Gregorio, en cambio, no había querido
porque sentía, como su madre, que siempre puede pasar algo. Además, no había
necesidad. Si tenía calor podía meterse en la pelopincho de su patio, que al
ser más chica que la del abuelo, no tenía riesgos.
Gregorio piensa en decirle a su madre, en irle con el cuento. El permiso
que les había sido otorgado con un solo movimiento -llevando el mentón al
pecho- fue para jugar en la orilla, no para meterse -la madre había accedido
mientras colgaba la ropa en el patio, después de haberlos tenido tantos días
encerrados-. Pero no lo hace, se queda mirando al hermano mientras golpea el
agua con una rama ¿de qué serviría?, ella alzaría los hombros y lo mandaría a
él, a Gregorio, que le dijera a su hermano que hiciera caso, y Oscar,
victorioso, le diría maricón, putito.
Oscar anuncia, cada vez que se lanza, el nombre del salto: ¡bombaaaa!
¡palitoooo! ¡panzaaaa! y después desaparece por un instante, el instante que
Gregorio espera y que disfruta. Una fracción de segundos donde el agua se lo
deglute sin dejar rastros, en el mismo movimiento de la correntada. Desaparece,
piensa Gregorio, y escucha en su cabeza la voz de la madre, desaparezcan de
acá, me tienen podrida. La cabeza de Oscar vuelve a la superficie en un
lugar distinto cada vez, siempre un poco más lejos, y tiene que caminar unos
metros por la orilla para volver al tronco que corta el río, que está caído
desde la última tormenta y que actúa como propulsor del agua. Más tarde cambia,
ya no anuncia su pirueta sino que grita maricón, en el aire, antes de
caer, y algunos segundos después se ríe, como si hubiera postergado adrede su
risa durante el tiempo que estuvo sumergido. A Gregorio parece no molestarle, o
cree que es la mejor forma de responder, fingiendo indiferencia. Las veces que
buscaba defensa en su madre ella respondía en plural, siempre en plural: ¿por
qué no se dejan de joder? ¿Por qué no se van? y seguía con lo suyo que,
aunque no sabía bien en qué consistía, parecía estar siempre ocupada en otras
cosas más importantes, con otros problemas mayores, y por eso seguramente es
que lloraba de a ratos, a escondidas, o se tildaba mirando la nada y después,
cuando reaccionaba, se equivocaba de nombre y en vez de Gregorio u Oscar decía
Edu -siempre Edu-, y Gregorio la corregía, pero no le preguntaba. Tampoco
preguntaba nunca por su padre, ¿para qué?. Seguro la madre se enojaría, y él no
quería seguir dando motivos. Al contrario, buscaba siempre complacerla aunque
resultara difícil saber cómo porque la madre casi no hablaba y rara vez le
pedía algo, y cuando lo hacía estaba enojada y era que se fueran, que la
dejaran tranquila, y si no, a veces, pedía paz, pero no a ellos, no a Gregorio
ni a Oscar, sino a alguien; dame paz, decía, o dame fuerzas, y miraba
al techo o un portarretratos donde un señor posaba con una caña de pescar.
Cuando venían visitas, en cambio, ya sea el tío Pedro o los abuelos, la madre
hablaba más, hablaba de ellos, de cómo les iba en la escuela, de cómo la
ayudaban con las cosas de la casa, y los atendía, les hacía la leche y los
dejaba mirar la tele en su habitación. Algunas noches, cuando Oscar era el
primero en irse a dormir, Gregorio se sentaba en silencio en el sillón, al lado
de su madre, y cuando le venía el sueño se recostaba y ponía su cabeza en las
piernas de ella, siempre en silencio, y su madre le hacía algunas caricias en
el pelo, casi como un descuido, o como un tic, o un automatismo, mientras
miraba algo en la tele; a veces una novela, otras un programa de política o una
película empezada que nunca terminaba porque al rato cambiaba, como un acto
reflejo, como las caricias en el pelo. Lo importante era poner la mente en esas
imágenes, las de la tele, y no en otras. Al menos eso creía Gregorio y pensaba,
además, que tal vez fuera eso, el silencio, lo que buscaba su madre, y que si
él podía ofrecérselo, si era capaz de comportarse como si no estuviera, todo
andaría bien y su mamá podría estar tranquila y poner la cabeza en esas otras
cosas, como en las imágenes de la tele.
Oscar hunde su cabeza, levanta los brazos y los sacude en el agua,
después se incorpora y lo mira a Gregorio sonriendo, victorioso, como
burlándose, como si él no fuera capaz de ahogarse, como si pudiera dominar la
situación y hasta hacer chistes. Gregorio piensa y espera, espera que en alguna
oportunidad el río corra más fuerte y lo arrastre, y que Oscar levante los
brazos pidiendo ayuda, pero esta vez en serio, y él pueda ver de cerca cómo se
ahoga lentamente, como pasa de la desesperación al desgaste, y sus brazos
moviéndose cada vez con menos fuerzas hasta entregarse por entero al agua, al
río, a la corriente que no descansa. Espera verlo desaparecer como quiere la
madre, que desaparezcan, y ser el último en reírse porque se ríe mejor,
vengándose así de cada derrota. Pero Gregorio no sabe, mientras espera, que
sería el comienzo del fin, que seis o siete años después su madre se iría para
siempre porque resulta que no era eso lo que quería, y que ahora sí ya
no tendría fuerzas para seguir, ya no podría cargar con la culpa de otra muerte
y entonces el suicidio, o el abandono de la casa y de su hijo alguna madrugada,
daría lo mismo, porque el mundo de Gregorio terminaría por desmoronarse y no
habría otro destino que la clínica psiquiátrica, la negación rotunda de ese
mundo, el real, convertido en un agujero negro, y la supervivencia en el otro
mundo, el que quedó detenido en las caricias nocturnas, en los dedos de su
madre entrelazándose en el pelo, y la espera, la espera eterna de una visita
que siempre se postergaría porque su madre estaría ocupada, trabajando para el
bienestar suyo, el de Gregorio, y años más tarde la imagen de una silla en la
vereda de la clínica al atardecer, donde un hombre grande, un paciente crónico
espera sentado, tomando mates y fumando incansablemente, la visita de su madre
que ahora sólo puede recordar en blanco y negro.
El sol va cayendo, los últimos rayos no alcanzan para mantener un calor
que había sido agobiante hasta hace un momento. Oscar, por fin, sale del agua y
golpeando levemente la nuca de Gregorio le dice; dale boludín, pareces una
estatua sentado ahí, quieto. Vamos a tomar la leche.
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