Es viernes Santo. Pero a Juan Carlos no le importa. No cree.
No cree que un hombre pueda resucitar a los tres días de haber sido crucificado
y mucho menos que haya muerto para salvar. No hay tercer día, no hay salvación.
A Jesucristo lo han cremado, por eso no estaba en la tumba (él también había
optado por la cremación y se lo había dicho a su familia). Por eso, porque Juan
Carlos no cree en ninguna cosa que esté del otro lado del alambrado de su casa,
invitó a sus hijos y nietos a comer un asadito al mediodía. En eso sí cree. En
el asado, en la familia unida, en el amor con su mujer y en vivir por sus hijos
y sus nietos.
Pone sobre el brasero la media bolsa de carbón que sobró del
domingo pasado, y debajo, algunas hojas de un diario viejo y las dos cajas de
pizzas que quedaron del día anterior. Busca fósforos en la cocina pero, como
siempre, no los encuentra. Entonces va hacia la habitación de Ignacio que es el
menor de sus hijos y el único que todavía vive en la casa. Él fuma como un
escuerzo y deja encendedores por todos lados. Entra sin golpear y ve, sobre la
mesa de luz, una caja de cigarrillos vacía, arrugada, y un encendedor. Ya no le
sorprende que la cama esté tendida y que, siendo las diez y cuarto de la
mañana, todavía no haya vuelto de la noche anterior.
Vuelve a la parrilla con el encendedor en la mano y prende
sólo la punta de una de las hojas, el resto es cuestión de tiempo. Se palpa el
bolsillo trasero del jean para ver si lleva la billetera. La lleva. Se asoma a
la ventana de la cocina y le dice a su mujer que va a comprar carbón. Ella, que
está poniéndole yerba al mate, le dice sin levantar la mirada que es viernes
santo, que está todo cerrado, que lo haga con leña, que en el galpón hay. El
Turco no cierra nunca, le gusta la plata como a mí los perros, le contesta y
sale. Le pega un silbido a Manchita y la perra viene obedientemente. ¿Vamos?,
le dice.
Las hojas en la parrilla ya son cenizas y las llamas de las
cajas de pizzas avanzan con fuerza. Los carbones más grandes que apoyan en la
base del brasero están levantando la temperatura suficiente para convertirse en
brasas. Juan Carlos ve, a cincuenta metros, el cartel de las ofertas del Turco
que, efectivamente, tiene el negocio abierto. Manchita frena en un árbol para
orinar y Juan Carlos mira a su alrededor. El sol cálido de comienzo de otoño
alumbra la calle desierta de un feriado a la mañana. En el barrio no anda nadie
y eso, a Juan Carlos, le gusta. En la parrilla, el fuego ahora se genera arriba
del brasero, entre los carbones. Debajo, sólo hay cenizas de lo que hace cinco
minutos fueran hojas de diarios y cajas de pizzas.
Juan Carlos y Manchita retoman el camino, ya están a veinte
metros del almacén del Turco cuando la perra vuelve a detenerse. Un sonido
lejano rompe con la armonía silenciosa. Unos segundos después Juan Carlos
también lo percibe. Es el ruido de un motor. Se da media vuelta y dos faroles encandilan
su vista. Una intensa luz blanca lo paraliza como a un zorro en la ruta. En el
momento que el auto sube a la vereda y el tren delantero le atraviesa el
estómago partiendo el cuerpo en dos mitades, los carbones empiezan a romperse
provocando la caída de las primeras brasas, la mujer, en la cocina, se ceba un
mate mientras vierte como una lluvia la sal gruesa sobre el vacío, Martín, su
hijo mayor, acaricia la mejilla de Camila y le susurra al oído que se levante,
que irían a lo de los abuelos a comer un asadito, Paula, la del medio, saca de
su billetera la tarjeta de débito para pagar los dos kilos de helados que
llevaría de postre, e Ignacio, el menor, impacta su cabeza contra el volante,
vuelca con el auto y pierde el conocimiento.
Cuando lo onda expansiva del choque se pierde y el barrio
vuelve al silencio habitual de un feriado por la mañana, Manchita empieza a
lamer la sangre derramada.