miércoles, 30 de marzo de 2016

Cenizas


        
Es viernes Santo. Pero a Juan Carlos no le importa. No cree. No cree que un hombre pueda resucitar a los tres días de haber sido crucificado y mucho menos que haya muerto para salvar. No hay tercer día, no hay salvación. A Jesucristo lo han cremado, por eso no estaba en la tumba (él también había optado por la cremación y se lo había dicho a su familia). Por eso, porque Juan Carlos no cree en ninguna cosa que esté del otro lado del alambrado de su casa, invitó a sus hijos y nietos a comer un asadito al mediodía. En eso sí cree. En el asado, en la familia unida, en el amor con su mujer y en vivir por sus hijos y sus nietos.
Pone sobre el brasero la media bolsa de carbón que sobró del domingo pasado, y debajo, algunas hojas de un diario viejo y las dos cajas de pizzas que quedaron del día anterior. Busca fósforos en la cocina pero, como siempre, no los encuentra. Entonces va hacia la habitación de Ignacio que es el menor de sus hijos y el único que todavía vive en la casa. Él fuma como un escuerzo y deja encendedores por todos lados. Entra sin golpear y ve, sobre la mesa de luz, una caja de cigarrillos vacía, arrugada, y un encendedor. Ya no le sorprende que la cama esté tendida y que, siendo las diez y cuarto de la mañana, todavía no haya vuelto de la noche anterior.
Vuelve a la parrilla con el encendedor en la mano y prende sólo la punta de una de las hojas, el resto es cuestión de tiempo. Se palpa el bolsillo trasero del jean para ver si lleva la billetera. La lleva. Se asoma a la ventana de la cocina y le dice a su mujer que va a comprar carbón. Ella, que está poniéndole yerba al mate, le dice sin levantar la mirada que es viernes santo, que está todo cerrado, que lo haga con leña, que en el galpón hay. El Turco no cierra nunca, le gusta la plata como a mí los perros, le contesta y sale. Le pega un silbido a Manchita y la perra viene obedientemente. ¿Vamos?, le dice.
Las hojas en la parrilla ya son cenizas y las llamas de las cajas de pizzas avanzan con fuerza. Los carbones más grandes que apoyan en la base del brasero están levantando la temperatura suficiente para convertirse en brasas. Juan Carlos ve, a cincuenta metros, el cartel de las ofertas del Turco que, efectivamente, tiene el negocio abierto. Manchita frena en un árbol para orinar y Juan Carlos mira a su alrededor. El sol cálido de comienzo de otoño alumbra la calle desierta de un feriado a la mañana. En el barrio no anda nadie y eso, a Juan Carlos, le gusta. En la parrilla, el fuego ahora se genera arriba del brasero, entre los carbones. Debajo, sólo hay cenizas de lo que hace cinco minutos fueran hojas de diarios y cajas de pizzas.
Juan Carlos y Manchita retoman el camino, ya están a veinte metros del almacén del Turco cuando la perra vuelve a detenerse. Un sonido lejano rompe con la armonía silenciosa. Unos segundos después Juan Carlos también lo percibe. Es el ruido de un motor. Se da media vuelta y dos faroles encandilan su vista. Una intensa luz blanca lo paraliza como a un zorro en la ruta. En el momento que el auto sube a la vereda y el tren delantero le atraviesa el estómago partiendo el cuerpo en dos mitades, los carbones empiezan a romperse provocando la caída de las primeras brasas, la mujer, en la cocina, se ceba un mate mientras vierte como una lluvia la sal gruesa sobre el vacío, Martín, su hijo mayor, acaricia la mejilla de Camila y le susurra al oído que se levante, que irían a lo de los abuelos a comer un asadito, Paula, la del medio, saca de su billetera la tarjeta de débito para pagar los dos kilos de helados que llevaría de postre, e Ignacio, el menor, impacta su cabeza contra el volante, vuelca con el auto y pierde el conocimiento.
Cuando lo onda expansiva del choque se pierde y el barrio vuelve al silencio habitual de un feriado por la mañana, Manchita empieza a lamer la sangre derramada.  



         

martes, 8 de marzo de 2016

Los viejos de la vereda



Como todas las tardes de verano, después de una siesta prolongada, el viejo saca las dos sillas de plástico a la vereda mientras su mujer prepara el mate. Son cerca de las siete. El asfalto todavía está caliente pero el sol, en ese horario, se esconde tras la copa del paraíso y entonces ellos pueden matear a su sombra. Ahora la gorda llega con el mate y se sienta en la silla vacía. Gorda, así le dice él desde que tenían veintipico. En aquel entonces era sólo un sobrenombre cariñoso, pero ahora, además, se transformó en una descripción real de su cuerpo dejado, abandonado por el paso del tiempo.
El mate en una mano y la pava en la otra junto con un repasador. Nada de termos. Aunque Julio les ha regalado muchos termos en distintos cumpleaños, ellos eligen la pava porque son clásicos, conservadores. Ni siquiera disimulan cuando los visita el hijo. Julio es tan distraído que todos los años podría regalarles un termo y no darse cuenta que su madre seguirá cebando con la pava.
Tomá, capaz que está fresco porque es el primero, le dice ella. Él chupa el mate hasta que hace ruido y se lo devuelve en silencio. Ella, que puso un repasador sobre su falda, se estira la remera que se le mete en cada pliegue de su panza y mueve un poco la bombilla antes de cebar el segundo. Después le alcanza el tercero y se toma el cuarto. Pueden estar toda la tarde en silencio mirando los autos que pasan o los vecinos que van y vienen. Como si todo lo que pudieran decirse ya hubiera sido dicho en esos sesenta y dos años que llevan juntos, como si ya no hicieran falta las palabras, como si pudieran entenderse prescindiendo de la comunicación. Además, para él, hablar no es ni un entretenimiento ni un ejercicio que podría resultar placentero, sino que es un instrumento que se usa cuando hay necesidad. Para ella no, a ella le encanta hablar, pero tiene que esperar que venga su hermana o Mónica, su vecina, porque con su marido no hay caso.
Sin embargo, es él quien rompe el silencio cuando ve venir a Daniela con nachito. Mirá que grande se puso el nachito, ya camina solo y al ritmo de la madre, dijo. Volvían del supermercado, ella llevaba unas bolsas con una mano y al nene con la otra. Cuatro o cinco mates más y el portón de la casa de Heredia se abre y el pibe, que ahora no se acuerdan el nombre, sale con el auto del padre. ¿Este muchachito ya maneja? preguntó ella. Qué barbaro, si lo veo en otro lado no lo conozco, dijo él. Hace un tiempo que lo habían perdido de vista porque el chico se había ido a estudiar a Buenos Aires. A nachito, en cambio, lo veían más seguido, pero a esa edad los chicos aprenden algo nuevo todos los días. Cada día del nene, son unos cuantos meses de ellos.
Cómo crecen los chicos, piensa el viejo pero no lo dice, ¿para qué decirlo si al fin de cuentas es una verdad de Perogrullo? Ellos también crecían, pero en la sombra. Cuando todos los días se replican calcado, todos los días son el mismo día. Mates por la mañana, leer el diario local, informativo en la televisión, preparar el almuerzo, almuerzo, siesta, mates por la tarde, informativo en la televisión, preparar la cena, cena, algún partido de fútbol y a dormir.
Julita pasa en bici con las amigas y levanta la mano. Ellos saludan. Las chicas llegan a la esquina y van entrando las bicis de a una. Seguramente irán a tomar la leche después de pasar la tarde en alguna pileta. Es probable que en un rato se acerque Monica a tomar algún mate, les preguntará por Julio y por Noemí -la hermana de Violeta- porque hace rato que no aparecen, y pensará que así da gusto llegar a esa edad; autosuficientes, sin necesidad de mendigar visitas, sin reclamos a nadie, teniéndose uno al otro y que con eso baste. A veces, viene Graciela a decirles que irá al super y que si necesitan algún mandadito.
Para los vecinos, ellos son parte de la postal. Si don Ángel y Violeta están mateando en la vereda, el mundo está en su lugar. Para el resto de la gente esa cuadra es la de la casa roja, la de la carnicería “el Beto” y la de los viejos de la vereda. Ellos, para los vecinos, son la garantía de que el amor existe y que al final del camino es lo único que queda, son la expresión más genuina de la sabiduría, de la paz interior, de la tranquilidad del deber hecho, la posibilidad de llegar a viejos sin dolor ni enfermedad.
Los días de lluvia, cuando los mates lo toman en la cocina, el viejo piensa en qué andarán los vecinos y se detiene en los más chicos. En Julita, en nachito y en el hijo de Heredia, por ejemplo. A ellos les está reservado un mundo de posibilidades. Son jóvenes y pueden elegir una y otra vez, y equivocarse, y volver a elegir. Cuanto daría él por esos beneficios.
Quizás, el hijo de Heredia, se ponga de novio, se case, y algún día, tal vez, deje de amar a su mujer y pueda decidir irse, creyendo que lo mejor es terminar en buenos términos. Tal vez no sea tan cobarde de quedarse por miedo o por costumbre, porque de ser así estará cavando su propia fosa y los intentos desesperados por salir se verán reflejados en las marcas que ella, su mujer, llevará en la piel. Tal vez nachito, algún día, se vea empujado a coger sin forros por una mujer que acaba de conocer y decida que no, que aunque esté mal visto prefiere quedarse con la calentura, y entonces evitará tener un hijo con una chica a la que se obligará a amar y a casarse. Capaz que Julita, de grande, sepa reaccionar a tiempo y pedir ayuda si alguien le pusiera una mano encima, tal vez decida que eso es lo mejor para su hijo y que siempre hay opción, y no se acostumbre a encubrir la violencia con mentiras.
Tal vez…