lunes, 28 de diciembre de 2015

Agua mansa



Sí, se me escapó. Ni siquiera sé si lo pienso realmente, pero algo a lo largo de la noche me llevó a hacer el comentario. Carola me mira extrañada. Mi viejo, como siempre, se hace el desentendido. Mi vieja se escapa a la cocina a buscar las copas y advierte que faltan cinco para las doce para cortar la tensión. Mi abuela se levanta y va tras ella. En la mesa (que en realidad es un tablón enorme donde entramos todos) también están mis tíos maternos, algunos de mis primos, mi abuelo, mis cuñadas, Mariano (que es el mayor y también estaba ese día) y Cristian, que es el más chico y el dueño de casa. Mis sobrinos son los únicos que no escucharon porque están correteando en el parque y, en todo caso, si estuvieran en la mesa, son muy chicos para entender. 

Cristian calla por discreción, supongo. Sabe que dije una barbaridad pero decide, con buen criterio, no responder. De hacerlo debería pararse y partirme una botella en la cabeza. Espero que esta vez seas más cuidadoso, fue lo que dije. Carola me mira como si lo hiciera por primera vez, intentando adivinar quién soy. Tiene motivos. Desde el doce de enero del dos mil trece ha llorado mucho, mucho más que yo, sobretodo los primeros meses, y yo intentaba consolarla con frases que siempre nombraban al destino y a Dios. Después dejó de llorar (al menos delante de mí) y dejé de hablar, ya no era necesario.
 
Habíamos llegado cerca de las nueve. Cristian nos atendió por el portero eléctrico y nos dijo que pasemos por el fondo. El pasto, más verde que nunca, emanaba el aroma de recién cortado y parecía una alfombra. Había armado un camino con velas rojas y blancas desde la entrada hasta la pileta, bordeando el solárium como si lo estuviera abrazando, dándole un aurea especial al sector. Alrededor del solárium había armado cuatro pequeños livings compuesto por dos reposeras y una mesita de madera  sobre la cual descansaban dos copas y una frapera con una botella dentro. El camino de velas tenía una ramificación hacia el quincho devenido en salón de eventos, donde ya estaba el tablón vestido con un enorme mantel rojo con lunares blancos que, visto de cerca, resultaban ser diminutos adornos navideños.

No éramos los primeros invitados, en uno de esos livings ya estaban Mariano, Cecilia y mi tío Tato sentado sobre el borde del agua. Sobre el techo del quincho había puesto un reflector que iluminaba la pileta convirtiéndola en el centro de atención. El agua mansa y transparente era un espejo perfecto y duplicaba las velas flotantes que se deslizaban tímidamente. No es que sea detallista, simplemente describo una ambientación tan pomposa que a nadie le habría pasado inadvertida.

Viste que lindo quedó, dijo Cristian contemplando su obra (aunque la artífice había sido Lucila, su mujer). Debe haber notado que mis ojos estaban clavados en toda esa decoración innecesaria. El reflector lo puse esta tarde y a la pile la terminamos de pintar la semana pasada. Espero que hayan traído traje de baño porque si la noche sigue así de linda quien te dice no terminemos brindando en el agua, dijo sonriente. Hace rato que no venían, ¿no? Y si, hacía rato. Desde ese día habremos vuelto cuatro o cinco veces y siempre en invierno, adentro de la casa y lejos del quincho y la pileta. No es que él no nos haya invitado, al contrario. Pero siempre poníamos una excusa.

Pasen, ubíquense donde quieran, nos dijo y agarró los vinos que habíamos traído. Saludamos a Mariano, a mi cuñada y a mi tío y me vine al quincho a servirme una copa. Carola se quedó con ellos un ratito y después fue a saludar a Lucila y a mi tía que estaban adentro preparando la entrada. Maite y Sofía se acercaron a saludarme:
  • Hola tío -me dijo Maite-, mirá lo que me regaló Papa Noel.
  • ¡Que hermoso triciclo! -le respondí con ganas-.
  • Y a mí me regalo esta bici con rueditas, dijo Sofía.
  • ¡Que bueno! creo que por mi casa también pasó y les dejó algo, vayan a preguntarle a la tía Carola.  
¿Viste que linda la decoración? Insistió Cristian que ya había dejado las botellas en la cocina y ahora se disponía a cambiar la música. Lucila se encargó de todo y hasta logró que Maite y Sofía la ayudaran con las velas. Sí, hermoso, dije por decir. ¿Te traigo hielo? ¿querés que te lleve el abrigo adentro?, ¿por qué no te sentás en esa que tiene respaldo y es mucho más cómoda? No, tranquilo, estoy bien. Ahí estaba Cristian, todo el tiempo mostrando a su familia perfecta y mandándose la parte de gran anfitrión.  

Desde las nueve y diez que llegamos hasta ahora, las doce menos cinco, Cristian no permitió que vaciara la copa. No hizo lo mismo con el resto. Su exagerada atención para hacerme sentir como en casa provocaba exactamente lo contrario. Pasé la cena mirando cómo la brisa deslizaba los pequeños botecitos de velas. Estaba aburrido y cansado de tantos elogios; que todo está riquísimo, que una maravilla cómo te quedó el parque, que las nenas están hermosas, que Lucila se pasó con la ambientación, que el vino es de primera. Qué grande que está Maite, dijo mi abuela. Si, ya tiene cuatro, contestó Lucila. En ese momento se me vino la imagen de mi cuñada y Carola embarazadas, comparando el tamaño de sus panzas, hace algo más de cuatro años, en el cumpleaños de sesenta de mi viejo. Viste abuela, le estoy enseñando a nadar, fue lo último que dijo Cristian.  

Ahora veo a mi vieja venir con las copas y se oyen los primeros estruendos. ¡Feliz año nuevo! grita Sofía que viene corriendo con la buena nueva. ¡Feliz año para todos! Dice mi viejo levantando la copa y el resto se hace eco. Después nos saludamos de a uno. Carola, que esta en la otra punta de la mesa, viene a saludarme en primer lugar. Feliz año nuevo, me dice, y me abraza como hacía rato no lo hacía. 



  

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Ahora prefiero callar




 El tipo se llama Fausto, no sé cuánto va a durar. No tengo nada contra él. Tampoco tenía nada contra Rodolfo ni contra Facundo. Viene a la tardecita y se queda hasta después de cenar. Lo único que me molesta es que se esfuerce por ser natural y a veces se pasa de confianzudo.

El otro día llegó y mi vieja se estaba bañando. Le abrí la puerta y volví al sillón porque estaba jugando el City. Se sentó a mi lado sin decir nada. Ni siquiera preguntó por ella. Cómo van, preguntó para sacar tema. Cero a cero, le dije señalándole el resultado en la tele. Me preguntó si quería mates y sin esperar mi respuesta me dijo que iría a poner el agua. Después avisó que abriría la heladera para sacar no sé que cosa. Siempre dice que está a gusto en mi casa, que se siente como en la suya, pero tiene la necesidad de anunciar todo lo que hace. Por mí, que haga lo que quiera.

Repito. No tengo nada contra Fausto. Al flaco le gusta el fútbol tanto o más que a mí y hasta hemos ido a la cancha un par de veces.  Si tiene que gastarme o refregarme que nos tienen de hijos, lo hace sin pensarlo dos veces. Eso sí que es natural y no me cae mal, al contrario. Mi vieja fue quien le dijo el primer día y delante mío que yo era un apasionado del fútbol y que era capaz de ver un partido de la liga ucraniana (siempre repite el mismo chiste ante los desconocidos y siempre dice la palabra apasionado que no me gusta para nada, porque es un adjetivo de mina). Siempre busca que sus novios coincidan, en algo, conmigo.

A los pocos meses del accidente de mi viejo trajo a casa a Rodolfo. El tipo usaba anteojos y se peinaba con gomina. Tenía la manía de tocarse los anteojos en el entrecejo como si todo el tiempo estuvieran por caerse. Ese tic ridículo aumentaba cuando estaba por decir algo que para él era importante. Sacaba y metía la lengua como un sapito, como si necesitara mojarse los labios para hablar. Me preguntaba por mi viejo; si lo extrañaba, cómo era o qué cosas hacía con él. Me decía que tenía que querer a mi mamá, que ella me amaba y que haría cualquier cosa por mí. Yo ya tenía mi psicólogo, mi vieja me mandaba para sentirse bien.

Supongo que ella también se dio cuenta de que era bastante pelotudo, o a él no le cerró su  forma de ser, que se pusiera polleras cortas o que usara tacos altos. El tema es que dejó de venir.

Cada vez que mi vieja corta con algún macho viene a mi cuarto a hacerse la amiga, siempre preguntando por la escuela y por quién me gusta. No tiene otro tema. Después se cansa y se va. O me voy yo. Es lo mismo.

Después de Rodolfo metió en mi casa a un pibe más joven que ella, Facundo. Con él no tenía trato y eso a mi vieja le jodía. A mí no. Mejor, incluso. Me traía regalos para acercarse pero le costaba hablar de algo. Qué mejor que recibir cosas y que nadie te rompa las pelotas. Cinco o seis meses y listo, no vino más.

Ahora quiere enchufarme a Rodolfo, que piensa que puede ser mi padrastro por el sólo hecho de que podamos ver un partido sin que mi vieja interceda, o porque se esfuerza en andar por mi casa como si fuera el dueño.

Yo lo miraba desde el sillón. El tipo buscaba la yerba y no la encontraba. No quería preguntarme para no reconocer que es visitante. Yo tampoco lo orientaba. Metiendo mano en la alacena tiró y rompió mi taza, la del rojo, la que mi viejo me había regalado en un día del niño. En eso llegó mi vieja con la toalla en la cabeza y lo saludó como si nada, dándole un beso de una forma asquerosa. Le dijo que no se preocupara, que no tenía importancia, Me miró y me preguntó por qué no lo había atendido. Después lo miró a él y le dijo bajito que me perdonara, que yo era un pendejo irrespetuoso. yo seguía callado, ¿para qué hablar? No se conformó con lo de pendejo irrespetuoso y le dijo que yo era tan infantil que creía que las cosas se solucionaban callando. Ahora pedía que hablara y antes me rogaba silencio, me decía que era mejor que papi no se enterara, que me olvidara de lo había visto porque si se separaban perdíamos todos.

Yo, ahora, prefiero callar.