lunes, 24 de agosto de 2015

El viejo que camina




Espero que no me haya visto. Yo por las dudas me metí y cerré con llave. Tengo ganas de contarle a mi papá pero si lo despierto de la siesta me mata. Mi mamá está mirando la tele en el living, se queda ahí hasta que baje el sol, dice, y después sale al patio a tomar mate. A ella tampoco le puedo contar porque se daría cuenta de que no le hice caso, que me levanté  y que quise ir a la pileta de Juani. Él tiene suerte, no lo obligan como a mí, él puede estar metido a las tres de la tarde sin que sus papás le digan que el sol le va a hacer mal.  

La verdad es que me dio un poco de miedo, por eso me metí rápido. Pero también me gustó verlo, ahora sé quién es y es tal cual como me lo imaginé, o como me lo contó mi papá. Él también lo vio cuando era chico.Una vez se escapó sin que la abuela se diera cuenta y se fue corriendo hasta la vuelta de su casa donde siempre se juntaban sus amigos del barrio a jugar a la pelota. Estaba contento porque había logrado salirse con la suya pero cuando apenas dobló la esquina se quedó duro, sin poder creer lo que estaba viendo. Entonces pegó la vuelta y se volvió corriendo más fuerte. Le pasó lo mismo que a mí: se metió a la casa y no se fue a su cama, sino que se quedó atrás de la ventana esperando que el viejo pase y poder verlo de nuevo.

Corro la cortina un poquito, nada más. Lo que no sé es si puede entrar a tu casa o si sólo te agarra cuando estás en la calle. Hasta ahora lo que mi papá me dijo es que te agarra, te mete en la bolsa y te lleva si no dormís la siesta y estás jugando afuera, pero no me aclaró qué pasa si estoy despierto pero adentro de mi casa. 

Si el viejo venía caminando para acá ya tendría que haber pasado. Pero no sé, recién estaba parado en la esquina, mirando adentro de ese tarro grande donde se ponen las bolsas de la basura, tenía una bolsa vacía en una mano y movía la otra adentro del tarro, como si estuviera buscando algún nene para llevarse. Es raro, nunca vi un chico metido ahí adentro. La barba la tenía hasta el pecho y era distinta a la barba de mi papá. La del viejo estaba llena de rulos, parecía los alambrecitos con los que mi mamá lava las ollas. La espalda estaba hinchada, como si debajo de esa camisa blanca pero sucia llevara una mochila. Tenía un pantalón medio roto y andaba en patas. 

Me pregunto dónde vivirá, supongo que si anda por acá debe vivir cerca. Capaz vive en esa casa que está al lado del almacén, la que nunca tiene luz, la que le faltan las ventanas y tiene el pasto más alto que yo.

Abro la puerta de a poquito y me asomo. Justo lo veo irse para el otro lado y me dan ganas de seguirlo. Me voy escondiendo atrás de los árboles para que no me vea, quiero ver cómo agarra a los chicos, qué hace, adónde los lleva. El viejo camina unos pasos y se para, mira adentro de la bolsa que es tan grande que le llega al suelo y sigue caminando unos pasos más. No va derecho, se mueve de un lado a otro, como si estuviera amagándole a alguien. Ahora se apoya en la pared y se mira los pies, parece que está jugando a las escondidas y le tocó contar. Saca de la bolsa una caja y toma un trago. Sigue caminado y se aleja un poco más, yo no quiero salir de atrás de este árbol porque el próximo está en la otra cuadra y seguro que se va a dar vuelta y me va a ver. Así que espero que se aleje bastante para salir y correr hasta el próximo escondite. Cuando vuelvo a estar más cerca veo que camina más agachado, como si estuviera buscando una moneda en el piso. Frena en cada uno de los tachos de basura y busca algo. Las piernas se volvieron más finitas y están cambiando de color, se están oscureciendo. A la vez su cuerpo se hizo más chico, como cuando ves a alguien de lejos. Quisiera acercarme más y ponerme al lado para ver si de verdad está más petiso o si me parece a mí.

Además, camina cada vez más agachado y con la cabeza tan hacia adelante que tiene que apoyar las manos en el suelo para no caerse, como cuando jugamos al puentecito en la escuela. Las manos también se le hacen más finitas y más negras. Todo su cuerpo va contagiándose de ese color. Debe ser que este sol quema tanto como cuando a mamá se le olvidan las tostadas en el horno. Cada cuadra que caminamos se va achicando más y las patitas y bracitos se afinan tanto que parecen hilitos sin fuerzas. Como le está costando mucho avanzar hace crecer de las costillas otras patitas y otro bracitos que le ayudan a andar más rápido.

Ahora se hizo tan chiquito que si tiene la barba no alcanzo a verla y los tachos quedaron tan altos que tiene que treparlos para ver que hay adentro. Ya no podría agarrar a los chicos porque al lado de él resultarían gigantes.

Después de tres cuadras más me tengo que acercar un montón para poder verlo. Entonces voy avanzando sin tanto cuidado de ser visto porque ya no tengo miedo. En el siguiente tacho donde están las bolsas de basura el viejo trepa por afuera y se zambulle adentro. Espero un ratito afuera pero el viejo no sale, entonces me asomo y ya no lo veo. Lo perdí de vista. Sólo hay bolsas de basura con olor a yerba mojada y a cáscara de banana.

lunes, 17 de agosto de 2015

Sentado sobre la chapa

Es la primera vez que lo hago. No significa que en otras oportunidades me haya desinteresado. No, al contrario. Siempre me angustio. Antes y ahora. Pero si hay algo que no sé manejar es la angustia. Ya sé que es un sentimiento que nadie puede dominar, pero lo que yo quiero decir es que no sé que hacer con ella, o para ser más preciso, no hago absolutamente nada, solo angustiarme, indignarme, resignarme y todas esas cosas. Soy un tipo bastante reservado, no me gusta relacionarme con la gente y menos en situaciones forzadas, antinaturales, de prepo. Nunca sé que decir, siento que hay un libreto a respetar que nunca leí, una formalidad implícita que desconozco porque falté a esa clase. Entonces me siento desnudo, sin armas, expuesto al ridículo.

Lo único que intento es que la gente me crea cuando digo que estoy mal y angustiado. Pero siento que no lo hacen porque yo no me creería tampoco. La bronca, la indignación y la angustia no son compatibles con quedarse en el molde, cruzado de brazos. La excusa, siempre insuficiente y endeble, es que no quiero hacerle el caldo gordo a ningún partido político.

Pero esta vez es diferente, son muchos días y la cosa empeora. Es difícil hacerse el otario tanto tiempo. Cuando le dije a mi mujer me miró raro y seguro se preguntó qué bicho me habría picado, pero menos mal que no lo dijo porque no hubiese sabido qué responder. En cambio, me dijo que le parecía muy bien.

Así es que vine, bajé las bolsas del baúl del auto, se las entregué a una chica con pechera amarilla y me quedé parado esperando que alguien me de indicaciones. No me animé a ofrecerme a nada, solo estaba ahí, parado como un poste. Algunos me miraron extrañados pero no me dijeron nada, tal vez me vieron cara de ser algún familiar. Cuando ya me estaba sintiendo un estorbo, un muchacho que no paraba de dar órdenes, me miró y me dijo que a doscientos metros había un hombre, y me señaló con el mentón (porque tenía las manos ocupadas con bolsas) esta cosa a la que nunca había subido.

Me subí e intenté avanzar dándome envión con uno solo de los palos que había arriba, remando sobre la izquierda y sobre la derecha alternativamente pero el bote se movía mucho y avanzaba zigzagueando. Entonces el mismo chico que me dio la orden me dijo que probara con los dos palos a la vez y que remara simultáneamente por ambos costados. El bote se estabilizó y pude llevarlo derecho.

Imagino que el tipo al que voy a buscar estará llorando desconsoladamente pero no, lo encuentro tranquilo, pensativo, como esperando algo. No sé si aguarda por alguien o simplemente espera la muerte. Está ahí, sentado sobre la chapa mirando el horizonte, tal vez trata de adivinar si se avecina otra tormenta. Le tiendo la mano y lo ayudo a subir.

-          Gracias  
-          De nada

Los dos nos agarramos de los bordes para no caernos y esperamos que el bote se aquiete. Una vez que lo logramos le digo que agarre ese palo y que trate de remar para adelante así yo, con el otro, lo hago en sentido inverso para que el bote gire en U y poder salir de ahí. El hombre tendrá unos cincuenta y pico, es medio panzón y tiene una gorra roja puesta. A la altura de las patillas, sin embrago, se asoman unos cabellos canosos que bailotean con el viento. Tiene una camisa que en algún momento ha sido blanca con cuadros azules. Me llama la atención que no lleve medias por debajo de las alpargatas y que no sienta frio, o eso supongo. El agua corre mansa, inocente, como si fuera incapaz de hacer daño. De los arboles sólo se ven las copas que parecen islas verdes y frondosas. Los techos parecen balsas de chapa ancladas en el agua. El sol asoma tibiamente, el clima está agradable aunque un poco fresco. El paisaje me gusta, me recuerda a los pueblos del litoral, en Entre Ríos, donde íbamos a pescar con mi viejo. El río, el verde, algunos pájaros escondidos que se hacen escuchar y ese sonido calmo que tiene la naturaleza después del aguacero me trasladan a las historias de Horacio Quiroga que mi viejo me leía en esos viajes.  

-          Que terrible, ¿no? – pregunto sin pensar.
-          Ajá
-          …..
-          …..
-          ¿Comió algo?
-          Anoche. Me trajeron dos sanguches y me quisieron llevar
-          ¿Y por qué se quedó?
-          Porque es mi casa
-          Claro….
-          …..
-          …..

El bote se mueve lentamente. El ruido de los palos que usamos de remos se vuelve rítmico y agradable cuando chocan con el agua, parece un arrorró.

-          Dicen que va a seguir lloviendo –. Acoto de nuevo sin pensar y me                   arrepiento.
-          Esperemos que no.
-          Esperemos.
-          ….
-          ….
-          ¿Perdió muchas cosas? – pregunto y prometo cerrar el pico para siempre.
-          Todo
-          ….
-          ….


No le veo su gesto. Yo voy adelante y él detrás. Supongo que si le cuento lo angustiado que estoy y lo indignado que me pone todo esto, él tampoco me creería. Aunque si lo pienso mejor ni se molestaría en pensar en mí. El tipo está remando conmigo, en dos minutos estaremos llegando a la orilla donde hay muchas personas asistiendo a otras tantas y seguramente no volveré a verlo. Ellos tienen todo organizado, le darán la ropa necesaria, lo llevarán a algún lugar y le darán las cuatro comidas. Yo no me puedo quedar, ya casi son las cinco y tengo que ir al súper a hacer algunas compras y después a prender el fuego. Esta noche tenemos visita en casa y prometí hacer un asadito.  


martes, 11 de agosto de 2015

Hoy, a la mañana



   Llegamos a la quinta cerca del mediodía, después de misa de once. Antes de saludar a mis abuelos que están desde temprano, voy al lavadero a buscar la pelota de básquet que casi siempre está desinflada. No mucho, solo un poco. Lo normal para una pelota que pasa una semana tirada ahí. Una vez que la inflo y la hago picar un par de veces voy a ponerle el cachete a mi abuela que me besa sin sacar las manos de la mesada para no mancharme con restos de manzana o naranja. Después voy al quincho mientras ella sigue preparando la ensalada de frutas en el balde de tres kilos de helado que venden en los supermercados. En el quincho está mi abuelo prendiendo el fuego. Me cuelgo del tirante de madera y me balanceo, ¿Qué vamos a comer, abuelo? Asado, como todos los domingos, no te cuelgues del tirante que te podés caer y no saques la paja del techo. Andá, decile a la abuela que te dé la carne. 

En el camino me olvido del mandado y me quedo practicando tiros al aro desde la última baldosa del caminito a la galería. El desafío desde ahí es más grande porque una de las ramas del Tilo obstaculiza la altura perfecta que la pelota debe tomar para embocar. Así que tengo que tirar más alto. Los primeros tres tiros son los que más cerca le paso, después me quedo sin fuerzas y con suerte le doy al borde delantero. Enseguida se suma Lisandro y fijate, dejame probar así aprendes, tenés que tirar de arriba, de abajo tiran los que no tienen fuerza. Se aprovecha de sus tres años de ventaja para lucirse conmigo. Yo recién estoy en la categoría premini y juego con los aros bajos, en cambio él ya juega en infantiles con los aros de los grandes. A veces, cuando la emboca, se queda con la mano derecha arriba y la muñeca quebrada, como posando para una foto con el último movimiento antes de haber hecho el tiro. Eso me da bronca porque me lo hace a propósito, entonces le digo que le juego una vela. En la vela gana el que llega a veintiuno y se tira desde el primer pique de la pelota tras rebotar en el aro. Ahí me veo con más chances, porque creo que en distancias cortas tengo mejor puntería. Antes de terminar el primer partido se arriman mi papá y Pitocha, el vecino, y esperan a que terminemos para jugar una vela dos contra dos. Lo más parejo sería que Lisandro jugara con el vecino y yo con mi papá pero a mi papá le encanta jugar con Pitocha, que es un chico que no entiende mucho las cosas y tiene movimientos raros. Mi papá lo alienta y él se pone contento y cada vez que la emboca festeja como si hubiese ganado el campeonato del mundo. Pero al final, siempre ganamos nosotros y a mi me cuesta festejar con mi hermano. 

Mi  abuelo, en el quincho, no para de cantar los tangos del casette de Julio Sosa o el de Carlos Gardel. Cuando seas grande te va a encantar, me dice, sin saber que ya me gusta. No se si me gusta el tango en sí, tal vez me gusta saber que cuando escucho a Gardel es porque es domingo y voy a comer asado, y después, voy a prender la radio y a engancharme con la previa de los partidos (salvo cuando vienen mis tíos de Suipacha y las tardes se transforman en partidos de futbol de dos contra dos. Un grande con un chico por lado. A mi me gusta porque soy uno de los grandes. A veces juego con mi hermano Rosendo que es ocho años más chico que yo y otras veces con Guido, mi primo, que tiene la edad de mi hermano, pero siempre en contra de mi tío, el otro grande). Andá a jugar al básquet, no seas cabeza de radio, me dice mi mamá que parece molestarle que me ponga la radio en la oreja y me siente en la galería a esperar los partidos, como un viejo. Lisandro ya casi no juega, prefiere ir a dar una vuelta con sus amigos después de almorzar. Yo creo que está buscando novia. Y a mí no me divierte jugar solo, el aro es muy bajo y ya la emboco hasta tirando desde la galería. Mi papá se acuesta a dormir la siesta y con Rosendo me aburro. El desafío, en todo caso, es tratar de volcarla, pero ya lo intenté y me faltan todavía algunos centímetros. Así que prefiero escuchar los partidos. Casi siempre transmiten a River o a Boca y tengo que esperar que hagan la conexión con Avellaneda para enterarme en diez segundos algo sobre el partido de Independiente. Tengo los Prode que armó cada uno en la mano y voy marcando los resultados y los puntajes del torneo familiar.  

Cuando va cayendo el sol llegan mis amigos. Tenemos la quinta para nosotros solos y es el lugar ideal para los encuentros de sábado a la noche. Llevamos la carne, el sonido y las bebidas y nos quedamos en el quincho, que más que un quincho en un salón de usos múltiples, cerrado con ventanas, calefaccionado y con baño incluido. Espero que también vengan las chicas, en especial Gisela. Cuando ella no viene, la visita de mis amigas se transforma en una comida sin sal.

El aro de básquet está casi tapado por el Tilo que no para de crecer y entonces preferimos hacer torneos de ping pong y de truco, mientras armamos el cementerio de botellas en el lavadero. Adentro está adornado como se me antoja, hay un sombrero que me compré en el Norte colgado en la pared, justo al lado de la máscara de Freddy Krueger que usé en el último corso. En la heladera sólo hay milanesas que me da mi vieja y prepizzas de supermercado. Gisela llega y quiere tirarme todo a la basura. ¿Cómo vas a poner esas porquerías en la pared? Esta casa es un desastre y dejame que te ordene un poco. Pero yo no la dejo. Por ahora, hasta que nos casemos, la casa es mía y quiero que sea así, un cambalache como toda casa de soltero. Ella lo acepta y enseguida empezamos a armar las mesas, éste se lleva mal con aquel y en esta mesa hay que poner nexos para que conversen.

A la noche, cuando llego de trabajar, un segundo antes de abrir la puerta principal y entrar por el lavadero, deseo que Malena esté en la otra punta, al borde de la mesada y tirándole del jean a Gisela que intenta cocinar, así puede escuchar el picaporte y verme entrar, y venir corriendo con esa felicidad que sólo los padres conocemos atravesando el enorme comedor que nos quedó después de la remodelación. Entonces la alzo, la beso y nos tiramos al suelo a jugar a las cosquillas. Más tarde la baño, cenamos los tres juntos y después que ellas se acuestan me voy con una copa de vino a la canilla de afuera donde cargábamos los globos en carnaval, allí está el sillón que elegimos cuando construimos el escritorio. Me gusta ese rato, sentarme a leer y mirar por el ventanal entre un capítulo y otro. Me detengo en el Tilo que ocupa el centro de la escena, su copa ha crecido tanto que casi da sombra a todo el parque. Si entrecierro los ojos para focalizar mejor puedo ver sin mucho esfuerzo a unos hermanitos que esta mañana estaban jugando al básquet.  

martes, 4 de agosto de 2015

Memoria Emotiva



Desde el día en que Daniel robó “Las aventuras de Tom Sawyer”, se le despertó el instinto. Al menos eso dijo la primera vez que vino al taller. Supuse que se refería al instinto por robar, pero aclaró en seguida que se refería al instinto por escribir. Después logró conseguir por la misma vía “Las aventuras de Sherlock Holmes” y advirtió que le excitaba tanto esas historias como el momento en que se las afanaba mientras disuadía al librero preguntando por títulos que nada tenían que ver con un pibe de doce años.

Era un muchacho dedicado, voluntarioso y predispuesto, pero con poco talento. Carecía de chispa creativa, de ese vuelo necesario de la imaginación para tallar desde ahí un estilo narrativo.Traía hojas enteras de borradores, manuscritos inconclusos e incoherentes que intentaban contar historias donde los protagonistas eran siempre delincuentes, estafadores, malandras de toda calaña. Sus ejercicios parecían trabajos vomitados. Respondían más a un impulso por plasmar oraciones en el papel en forma indiscriminada, que al resultado de un proceso de asimilación de recursos narrativos al servicio de un argumento.

Un día uno de sus compañeros compartió un cuento muy logrado sobre un asesino en serie, un cuento que hoy definiríamos como género negro. Después de mis felicitaciones Daniel lo acusó de que seguramente había plagiado el relato y que era un tramposo. Se envalentonó con los insultos e intentó pegarle. Siempre me había llamado la atención lo grandote y macizo que era para su edad, pero cuando tuvimos que agarrarlo entre tres para frenarlo sentí que tenía un monstruo adentro difícil de amansar y que podía explotar en cualquier momento si no le agradaba alguna de mis correcciones, o si se sentía inferior a alguno de sus compañeros, como en ese momento. Tomaba todos los ejercicios propuestos como una nueva competencia donde debía superar al resto en la supuesta escala de mis preferencias.
Hoy recuerdo, después de reconocer su aspecto, que en uno de los últimos encuentros de aquel año trabajamos particularmente sobre una de sus producciones que (como la mayoría de sus trabajos) carecía de argumentos. Desarrollé la idea de la memoria emotiva y marqué (como hago habitualmente) la importancia de hurgar en las propias experiencias para construir nuevas historias. Mirar nuestra realidad cotidiana y tomarla como una usina de la cual podemos encontrar experiencias dignas de ser contadas, es también un aprendizaje.   

Me extrañó mucho que después del primer año de taller no haya regresado al año siguiente porque como ya les conté, aunque no tenía los ingredientes necesario para forjar un estilo propio y trascender como escritor, era laborioso, entusiasta y nunca faltaba a las clases. Otro de mis alumnos del taller había sido compañero del colegio y comentó que en los dos meses que llevaban de clases no había asistido nunca. 

Intenté comunicarme con la familia pero el teléfono que tenía en su ficha estaba fuera de servicio. Le pedí a Rafael, su compañero, que por favor averiguara si los directivos del colegio sabían algo. A la semana siguiente me dijo que se habían ido a vivir a Barcelona por el trabajo de su padre. Nunca supe a qué se dedicaba pero el dato me dejó tranquilo, seguramente aquella mudanza repentina resultaba una mejora familiar.

Pasaron treinta y pico de años. Hoy dejé de dar talleres y me dedico a reseñar libros, a leer los portales digitales, y a jugar con mis nietos a descubrir figuras en las nubes. Per esta mañana volví a aquellos años cuando me topé, por casualidad, con Daniel Álvarez, apodado ahora Daniel Rojo, que me apuntaba sin piedad mediante la pantalla de la notebook. Entonces entendí que la voluntad y el entusiasmo son motores suficientes para lograr casi cualquier cosa y que Daniel seguiría insistiendo en ser escritor, oficio que le excitaba tanto como robarle a los libreros.