Llegamos a la quinta cerca del mediodía,
después de misa de once. Antes de saludar a mis abuelos que están desde
temprano, voy al lavadero a buscar la pelota de básquet que casi siempre está
desinflada. No mucho, solo un poco. Lo normal para una pelota que pasa una
semana tirada ahí. Una vez que la inflo y la hago picar un par de veces voy a
ponerle el cachete a mi abuela que me besa sin sacar las manos de la mesada
para no mancharme con restos de manzana o naranja. Después voy al quincho mientras
ella sigue preparando la ensalada de frutas en el balde de tres kilos de helado
que venden en los supermercados. En el quincho está mi abuelo prendiendo el
fuego. Me cuelgo del tirante de madera y me balanceo, ¿Qué vamos a comer,
abuelo? Asado, como todos los domingos, no te cuelgues del tirante que te podés
caer y no saques la paja del techo. Andá, decile a la abuela que te dé la
carne.
En
el camino me olvido del mandado y me quedo practicando tiros al aro desde la
última baldosa del caminito a la galería. El desafío desde ahí es más grande
porque una de las ramas del Tilo obstaculiza la altura perfecta que la pelota
debe tomar para embocar. Así que tengo que tirar más alto. Los primeros tres
tiros son los que más cerca le paso, después me quedo sin fuerzas y con suerte
le doy al borde delantero. Enseguida se suma Lisandro y fijate, dejame probar
así aprendes, tenés que tirar de arriba, de abajo tiran los que no tienen
fuerza. Se aprovecha de sus tres años de ventaja para lucirse conmigo. Yo
recién estoy en la categoría premini y juego con los aros bajos, en cambio él
ya juega en infantiles con los aros de los grandes. A veces, cuando la emboca,
se queda con la mano derecha arriba y la muñeca quebrada, como posando para una
foto con el último movimiento antes de haber hecho el tiro. Eso me da bronca
porque me lo hace a propósito, entonces le digo que le juego una vela. En la
vela gana el que llega a veintiuno y se tira desde el primer pique de la pelota
tras rebotar en el aro. Ahí me veo con más chances, porque creo que en
distancias cortas tengo mejor puntería. Antes de terminar el primer partido se
arriman mi papá y Pitocha, el vecino, y esperan a que terminemos para jugar una
vela dos contra dos. Lo más parejo sería que Lisandro jugara con el vecino y yo
con mi papá pero a mi papá le encanta jugar con Pitocha, que es un chico que no
entiende mucho las cosas y tiene movimientos raros. Mi papá lo alienta y él se
pone contento y cada vez que la emboca festeja como si hubiese ganado el campeonato
del mundo. Pero al final, siempre ganamos nosotros y a mi me cuesta festejar
con mi hermano.
Mi
abuelo, en el quincho, no para de cantar
los tangos del casette de Julio Sosa o el de Carlos Gardel. Cuando seas grande
te va a encantar, me dice, sin saber que ya me gusta. No se si me gusta el
tango en sí, tal vez me gusta saber que cuando escucho a Gardel es porque es
domingo y voy a comer asado, y después, voy a prender la radio y a engancharme
con la previa de los partidos (salvo cuando vienen mis tíos de Suipacha y las
tardes se transforman en partidos de futbol de dos contra dos. Un grande con un
chico por lado. A mi me gusta porque soy uno de los grandes. A veces juego con mi
hermano Rosendo que es ocho años más chico que yo y otras veces con Guido, mi
primo, que tiene la edad de mi hermano, pero siempre en contra de mi tío, el
otro grande). Andá a jugar al básquet, no seas cabeza de radio, me dice mi mamá
que parece molestarle que me ponga la radio en la oreja y me siente en la
galería a esperar los partidos, como un viejo. Lisandro ya casi no juega,
prefiere ir a dar una vuelta con sus amigos después de almorzar. Yo creo que
está buscando novia. Y a mí no me divierte jugar solo, el aro es muy bajo y ya
la emboco hasta tirando desde la galería. Mi papá se acuesta a dormir la siesta
y con Rosendo me aburro. El desafío, en todo caso, es tratar de volcarla, pero
ya lo intenté y me faltan todavía algunos centímetros. Así que prefiero
escuchar los partidos. Casi siempre transmiten a River o a Boca y tengo que
esperar que hagan la conexión con Avellaneda para enterarme en diez segundos algo
sobre el partido de Independiente. Tengo los Prode que armó cada uno en la mano
y voy marcando los resultados y los puntajes del torneo familiar.
Cuando
va cayendo el sol llegan mis amigos. Tenemos la quinta para nosotros solos y es
el lugar ideal para los encuentros de sábado a la noche. Llevamos la carne, el
sonido y las bebidas y nos quedamos en el quincho, que más que un quincho en un
salón de usos múltiples, cerrado con ventanas, calefaccionado y con baño incluido.
Espero que también vengan las chicas, en especial Gisela. Cuando ella no viene,
la visita de mis amigas se transforma en una comida sin sal.
El
aro de básquet está casi tapado por el Tilo que no para de crecer y entonces
preferimos hacer torneos de ping pong y de truco, mientras armamos el
cementerio de botellas en el lavadero. Adentro está adornado como se me antoja,
hay un sombrero que me compré en el Norte colgado en la pared, justo al lado de
la máscara de Freddy Krueger que usé en el último corso. En la heladera sólo hay
milanesas que me da mi vieja y prepizzas de supermercado. Gisela llega y quiere
tirarme todo a la basura. ¿Cómo vas a poner esas porquerías en la pared? Esta
casa es un desastre y dejame que te ordene un poco. Pero yo no la dejo. Por
ahora, hasta que nos casemos, la casa es mía y quiero que sea así, un
cambalache como toda casa de soltero. Ella lo acepta y enseguida empezamos a
armar las mesas, éste se lleva mal con aquel y en esta mesa hay que poner nexos
para que conversen.
A
la noche, cuando llego de trabajar, un segundo antes de abrir la puerta
principal y entrar por el lavadero, deseo que Malena esté en la otra punta, al
borde de la mesada y tirándole del jean a Gisela que intenta cocinar, así puede
escuchar el picaporte y verme entrar, y venir corriendo con esa felicidad que
sólo los padres conocemos atravesando el enorme comedor que nos quedó después
de la remodelación. Entonces la alzo, la beso y nos tiramos al suelo a jugar a
las cosquillas. Más tarde la baño, cenamos los tres juntos y después que ellas
se acuestan me voy con una copa de vino a la canilla de afuera donde cargábamos
los globos en carnaval, allí está el sillón que elegimos cuando construimos el escritorio.
Me gusta ese rato, sentarme a leer y mirar por el ventanal entre un capítulo y
otro. Me detengo en el Tilo que ocupa el centro de la escena, su copa ha
crecido tanto que casi da sombra a todo el parque. Si entrecierro los ojos para
focalizar mejor puedo ver sin mucho esfuerzo a unos hermanitos que esta mañana
estaban jugando al básquet.
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