lunes, 17 de agosto de 2015

Sentado sobre la chapa

Es la primera vez que lo hago. No significa que en otras oportunidades me haya desinteresado. No, al contrario. Siempre me angustio. Antes y ahora. Pero si hay algo que no sé manejar es la angustia. Ya sé que es un sentimiento que nadie puede dominar, pero lo que yo quiero decir es que no sé que hacer con ella, o para ser más preciso, no hago absolutamente nada, solo angustiarme, indignarme, resignarme y todas esas cosas. Soy un tipo bastante reservado, no me gusta relacionarme con la gente y menos en situaciones forzadas, antinaturales, de prepo. Nunca sé que decir, siento que hay un libreto a respetar que nunca leí, una formalidad implícita que desconozco porque falté a esa clase. Entonces me siento desnudo, sin armas, expuesto al ridículo.

Lo único que intento es que la gente me crea cuando digo que estoy mal y angustiado. Pero siento que no lo hacen porque yo no me creería tampoco. La bronca, la indignación y la angustia no son compatibles con quedarse en el molde, cruzado de brazos. La excusa, siempre insuficiente y endeble, es que no quiero hacerle el caldo gordo a ningún partido político.

Pero esta vez es diferente, son muchos días y la cosa empeora. Es difícil hacerse el otario tanto tiempo. Cuando le dije a mi mujer me miró raro y seguro se preguntó qué bicho me habría picado, pero menos mal que no lo dijo porque no hubiese sabido qué responder. En cambio, me dijo que le parecía muy bien.

Así es que vine, bajé las bolsas del baúl del auto, se las entregué a una chica con pechera amarilla y me quedé parado esperando que alguien me de indicaciones. No me animé a ofrecerme a nada, solo estaba ahí, parado como un poste. Algunos me miraron extrañados pero no me dijeron nada, tal vez me vieron cara de ser algún familiar. Cuando ya me estaba sintiendo un estorbo, un muchacho que no paraba de dar órdenes, me miró y me dijo que a doscientos metros había un hombre, y me señaló con el mentón (porque tenía las manos ocupadas con bolsas) esta cosa a la que nunca había subido.

Me subí e intenté avanzar dándome envión con uno solo de los palos que había arriba, remando sobre la izquierda y sobre la derecha alternativamente pero el bote se movía mucho y avanzaba zigzagueando. Entonces el mismo chico que me dio la orden me dijo que probara con los dos palos a la vez y que remara simultáneamente por ambos costados. El bote se estabilizó y pude llevarlo derecho.

Imagino que el tipo al que voy a buscar estará llorando desconsoladamente pero no, lo encuentro tranquilo, pensativo, como esperando algo. No sé si aguarda por alguien o simplemente espera la muerte. Está ahí, sentado sobre la chapa mirando el horizonte, tal vez trata de adivinar si se avecina otra tormenta. Le tiendo la mano y lo ayudo a subir.

-          Gracias  
-          De nada

Los dos nos agarramos de los bordes para no caernos y esperamos que el bote se aquiete. Una vez que lo logramos le digo que agarre ese palo y que trate de remar para adelante así yo, con el otro, lo hago en sentido inverso para que el bote gire en U y poder salir de ahí. El hombre tendrá unos cincuenta y pico, es medio panzón y tiene una gorra roja puesta. A la altura de las patillas, sin embrago, se asoman unos cabellos canosos que bailotean con el viento. Tiene una camisa que en algún momento ha sido blanca con cuadros azules. Me llama la atención que no lleve medias por debajo de las alpargatas y que no sienta frio, o eso supongo. El agua corre mansa, inocente, como si fuera incapaz de hacer daño. De los arboles sólo se ven las copas que parecen islas verdes y frondosas. Los techos parecen balsas de chapa ancladas en el agua. El sol asoma tibiamente, el clima está agradable aunque un poco fresco. El paisaje me gusta, me recuerda a los pueblos del litoral, en Entre Ríos, donde íbamos a pescar con mi viejo. El río, el verde, algunos pájaros escondidos que se hacen escuchar y ese sonido calmo que tiene la naturaleza después del aguacero me trasladan a las historias de Horacio Quiroga que mi viejo me leía en esos viajes.  

-          Que terrible, ¿no? – pregunto sin pensar.
-          Ajá
-          …..
-          …..
-          ¿Comió algo?
-          Anoche. Me trajeron dos sanguches y me quisieron llevar
-          ¿Y por qué se quedó?
-          Porque es mi casa
-          Claro….
-          …..
-          …..

El bote se mueve lentamente. El ruido de los palos que usamos de remos se vuelve rítmico y agradable cuando chocan con el agua, parece un arrorró.

-          Dicen que va a seguir lloviendo –. Acoto de nuevo sin pensar y me                   arrepiento.
-          Esperemos que no.
-          Esperemos.
-          ….
-          ….
-          ¿Perdió muchas cosas? – pregunto y prometo cerrar el pico para siempre.
-          Todo
-          ….
-          ….


No le veo su gesto. Yo voy adelante y él detrás. Supongo que si le cuento lo angustiado que estoy y lo indignado que me pone todo esto, él tampoco me creería. Aunque si lo pienso mejor ni se molestaría en pensar en mí. El tipo está remando conmigo, en dos minutos estaremos llegando a la orilla donde hay muchas personas asistiendo a otras tantas y seguramente no volveré a verlo. Ellos tienen todo organizado, le darán la ropa necesaria, lo llevarán a algún lugar y le darán las cuatro comidas. Yo no me puedo quedar, ya casi son las cinco y tengo que ir al súper a hacer algunas compras y después a prender el fuego. Esta noche tenemos visita en casa y prometí hacer un asadito.  


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