martes, 21 de junio de 2016

El último adiós



     Después de ese día tuve que dejar el oficio. Ya no podía seguir con lo mismo. No hubo manera de sacarme ese episodio de la cabeza.


   Me levanté a las seis y media, me preparé unos mates amargos y me los tomé así, pelados, sin comer nada. El primer bocado de lo que podría llamarse desayuno (pan con manteca o alguna galletita) lo di después de los mates y de la ducha, antes de salir. Siempre hacía la misma rutina. En el interín repasé la agenda para ver cómo venía la jornada. Generalmente, y por motivos que desconozco, tenía mucho más trabajo en los meses de invierno que en cualquier otro momento del año (como si alguien pudiera elegir al respecto).
   Mi trabajo, a diferencia del sepulturero o el cuidador, es más organizado y no hay urgencias. Las personas que requerían el servicio solicitaban turno y yo iba acomodando la semana de acuerdo al criterio que me había aconsejado mi papá antes de dejarme a cargo. Él decía que la mejor manera de sostener el oficio era, en la medida de lo posible, organizarse el día de trabajo lo más variado posible: un anciano, alguna persona con enfermedad terminal, un accidentado y después los Chicos Los chicos, sobretodo, hay que ubicarlos bien distanciados porque son lo que más suelen afectar.
   Para llegar a la casa donde trabajaba tenía que caminar por un callejón ancho ensombrecido por la altura de los pinos. Los días de mucho viento sentía a los pinos murmurar y pensaba siempre lo mismo: las almas en pena intentaban conectarse conmigo, vaya uno a saber por qué. Ese pensamiento me gustaba, me daba un aura especial y me sentía un médium.
   Al llegar fui poniendo el horno en condiciones mientras preparaba la cantidad de café estimada para el movimiento de gente que tendría en el día.
   El lugar ayuda para que las personas se sientan más a gusto. Si uno pasara por la puerta por primera vez no diría nunca que allí funcionaba un crematorio. La fachada despista la supuesta solemnidad del acto de cremación. Se trata de una casa baja, de piedra, con techo de tejas a dos aguas. Como una de esas casas de té que se pueden encontrar en la patagonia, por ejemplo.
   La mañana fue transcurriendo con total normalidad. El primer cliente fue un hombre fallecido de cáncer, después vino el turno de una mujer muerta en un accidente de autos y en tercer lugar un adolescente que se había suicidado colgándose en el galpón de su casa (me extrañó que sólo haya ido su madre. El padre no estaba de acuerdo con la cremación). A la tarde me quedaba un solo cliente. Ese día terminaría temprano porque tenía pensado visitar a mis padres cerca de las seis, antes que se hiciera de noche, porque suelen ponerse nerviosos si reciben visitas próximas a la hora de cenar.
   Cerca de las tres llegaron la viuda y la hija del último cliente del día. Las recibí en la sala de espera y las invité a pasar a la oficina. Les ofrecí café pero no quisieron. Entonces empecé a contarles  todo el procedimiento que haríamos -la gente suele tener ideas muy tétricas sobre el servicio, pero una vez que conversamos empiezan a sentirse un poco mejor, o al menos, más tranquilos con la decisión-. Les conté que el servicio dura dos horas, más o menos -cuando el proceso de desintegración natural demora unos cuarenta años-, que el cuerpo lo íbamos a meter con el cajón sin los cerramientos (antes se ubicaba los cuerpos en una planchuela, pero ahora por cuestiones de higiene, era obligatorio que fuera con el cajón para no manipular los cadáveres). Los invité a presenciar el ingreso del cajón al horno crematorio, si es que lo deseaban, les dije que no era nada traumático. También les dije que podíamos abrir el cajón por última vez para que se despidieran y se aseguraran que estuviera su ser querido. La hija no quería ver el cuerpo, decía que eso no era su padre, pero que sí deseaba poner un recuerdo junto a él. Entonces sacó una foto y dijo “es mi mamá, su amor de toda la vida”. Miré a la viuda que estaba con la cabeza gacha, sin querer saber.  Tomé la foto y le dije que no se preocupara, yo me encargaría.
   La viuda y la hija estaban tranquilas. La hija me dijo que hacía tiempo que estaba mal y que ya no se podía hacer nada, que ahora, ambas, se sentían más aliviadas. Él quería que sus cenizas fueran al mar y vamos a respetar su voluntad, me dijo. Yo le aclaré, como hacía en cada caso, que en realidad no son cenizas, sino huesos pulverizados, que es un material granulado. Tras la incineración quedan sólo los huesos, se los deja enfriar y se los tritura en un pulverizador.
   Después arreglamos las formalidades administrativas. Les pedí el documento que acreditara un vínculo manifiesto, el certificado de defunción, la planilla médica y la licencia de cremación. Lo fundamental del tramiterío es la firma de un médico matriculado (nunca se sabe cuándo puede aparecer alguna investigación judicial ante una muerte dudosa).
   Las mujeres decidieron ir a dar una vuelta y volver a las dos horas. Me quedé solo, con el cuerpo. Abrí el cajón por última vez para poner dentro la foto. Su cara tenía un gesto extraño, como si estuviera a mitad de camino de un gesto de súplica, como si estuviera en movimiento.
   Los maquilladores del cuerpo son los encargados de dejar en el difunto un gesto de alivio, de tranquilidad (en la medida que se pueda). Lo hacen siempre del mismo modo porque les queda bien: la boca levemente inclinada hacia uno de los costados amagando una pequeña sonrisa y el ceño alisado aparentando relajación muscular. Pero en esa cara había una intención, algo, que no sabría definir qué, me transmitía que estaba incompleto, que todavía tenía algo por hacer, que en cuanto me diera vuelta se pararía, se sacudiría la ropa y se iría caminando.
   Puse la foto entre los dedos de su mano derecha. En ella, la mujer había sido capturada por la cámara en forma sorpresiva. Tenía las cejas levantadas y sonreía, pero no para la cámara. Esa sonrisa parecía genuina. Algo le habría causado gracia al momento de la foto. Antes de cerrar el cajón volví a mirarlo y tuve el impulso de hablarle, pero no lo hice. Me acordé de Poe y su terror a la claustrofobia. Hay personas que no quieren ir a tierra o a un nicho, que de solo pensarlo las asfixia, les da miedo que los entierren vivos. Por eso me gustaba lo que hacía. Pienso que en una cremación se libera a la persona del encierro.
   Pero no pude seguir, tuve que dejar el trabajo. Claro que argumenté otros motivos: el cansancio, la rutina, la necesidad de cambio. Nadie me hubiera creído que al momento de cerrar el cajón el hombre abrió la boca y dijo gracias.
 
 
 
 



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