martes, 26 de abril de 2016

Un cuento a punto de terminar



·         ¡Mirá vos, otra vez el 65! Salió a los premios

El hombre habla y mira a los costados. La confitería está desierta, es demasiado tarde para el desayuno y muy temprano para el almuerzo. Entonces vuelve sobre la pantalla donde Crónica emite los números de la quiniela. Solo hay un pibe, en la mesa del fondo, que el hombre no alcanza a ver porque lo tapa la columna. El muchachito está tomando un café con leche mientras hace dibujitos con una lapicera en los márgenes de la hoja en blanco. Se ríe, él sí puede verlo a través del espejo, y le causa gracia que esté hablándole a la tele interesado por los números de la quiniela. Cree que sentarse en una confitería tanguera a tomarse un café puede resultar una aventura. El chico, que tiene ínfulas de escritor y siente que puede encontrar una buena historia detrás de cada esquina, mira al hombre que se enoja con los números de la quiniela y empieza a escribir convencido que encontró el germen de un cuento. El entorno ayuda. Para él, ese lugar es antiguo como el hombre, como Crónica, como la quiniela, y como el tango.
Entonces escribe. Lo primero que hace es ubicar la escena: Hay un viejo sentado solo en una mesa -que parece doble porque está pegada a un espejo- que putea señalando la pantalla y hay un mozo que va y viene limpiando mesas vacías. El muchacho no para de escribir; detalla los cuadros en blanco y negro que adornan el lugar, menciona a Mariano Mores tocando el piano en una gigantografía donde otras fotos superpuestas muestran la imagen de Gardel, de Julio Sosa y de Amelita Baltar y cuenta que un poco más abajo Alberto Castillo abraza a un hombre desconocido que nombra como el dueño de esa cafetería llamada “La Perla”.
Después vuelve sobre el protagonista y describe al hombre como un viejo gordo, de camisa desprendida con musculosa blanca y pelado, porque le gusta resaltar lo que para él son las características más desagradables. El pibe escribe sin detenerse y comete el error de principiante: no piensa en la trama ni tiene la estructura del cuento porque cree que está tomado por una musa inspiradora y que en el devenir de la escritura la historia evolucionará.   

·         ¡La puta que lo parió, el 45 a la cabeza viene a salir! ¡Lo seguí toda la semana, que hijo de puta, me quiero matar!

El viejo grita, se agarra la cabeza y espera que el mozo le conteste o que le dé la razón, o que se compadezca o lo anime. No sabe qué, pero algo espera. Pero el mozo está armando las mesas porque se acerca el mediodía.
Los números siguen saliendo y el viejo señala la pantalla:

·         Siempre los mismos números saca, la puta madre…¡Dale viejita, dame una señal, hacé que grite el 48 o el 84 y te prometo que te dejo descansar en paz! Pero ahora necesito una mano, una sola que me saque de ésta…

Pero no salen, sus números no salen. Entonces el viejo golpea la mesa y se sorprende de la violencia de su propio acto. Se mira el puño con gesto fruncido, como si no entendiera lo que está pasando. El muchacho que escribe hace una pausa, se hace sonar los dedos y vuelve sobre el papel en el momento que el viejo reanuda el monólogo e invoca a todos los santos, mira al techo como si fuera el cielo e implora. Después busca el contacto visual con el mozo o con Horacio. Sufre, sufre porque Crónica está negado con el 48 y el 84. Se tira para atrás para que la columna no le tape la visión y le pregunta a Horacio, que está detrás del mostrador:

·         Vos podés creer, Horacito. Decime, vos podés creer. Siempre lo mismo…
·         Ya te lo dije, Raul. No tenés que jugar más - le dice sin sacar la mirada del diario-.

Crónica anuncia que el último número es el 322 y entonces el viejo se enfurece y golpea el espejo con tanta fuerza que logra astillarlo. El ruido lo asusta y se aparta de inmediato, como si alguien desde afuera hubiera tirado una piedra. Ahora está parado con los brazos extendidos buscando una explicación. Se aleja un poco más y ve en el espejo su imagen fragmentada, dividida. El mozo sigue ubicando cubiertos en las mesas y Horacio leyendo los titulares. El viejo tiene el rostro desencajado y se vuelve a sentar con mucha lentitud, como si no quisiera perturbar aún más la realidad circundante. Después de un momento retorna a un estado de ensimismamiento y, de a poco, irá creciendo la desesperación porque piensa en su hija, en los costosos medicamentos que tiene que comprar, en que ya no le quedan objetos por vender y en que está solo, que ya nadie querrá prestarle dinero porque siempre la misma historia. Llora en silencio, se saca las lágrimas y se las mira, las prueba y las descubre saladas: sí, son lágrimas y son suyas.
Suena su celular con una canción de Ricky Martin -seguramente se lo ha configurado su hija-. El viejo demora un momento en atender porque tiene que ponerse los anteojos y mirar bien el aparato para no errarle apretando el de cortar. Escucha en silencio, dice algunos aja y después corta. Su llanto se hace más intenso, hace ruidos desagradables y se traga los mocos. Se mira en el espejo roto, piensa un momento y le da otro golpe con determinación. Ahora el estallido es mayor y el espejo se desarma en mil pedazos. El mozo le da la carta a una pareja que acaba de sentarse detrás del viejo y pasa un trapo por la mesa. Los comensales están entretenidos con el menú y Horacio da vuelta la página del diario.
El viejo agarra un pedazo de espejo que tiene forma de porción de pizza y apoya la punta contra las venas de la muñeca izquierda. Menea la cabeza como resistiéndose a lo que, en definitiva, se supone que hará. Llora y dice que no. ¿Está esperando que alguien intervenga y evite lo que él no puede por propia voluntad? Nadie se alarma. En ese mediodía soleado de otoño todo transcurre con monótona normalidad en la confitería “La Perla”.
Levanta la cabeza en el último intento de socorro y descubre al muchacho que escribe sin parar y que sonríe eufórico con ojos bien abiertos. El viejo esconde el vidrio tras su espalda y empieza a caminar hacia la mesa del pibe que observa cómo su mano se detiene sin su consentimiento, como si se volviera autónoma. El muchacho se rasca la cabeza y mira alternadamente las últimas palabras escritas y al viejo que se acerca. Su mano, que ahora tiembla y transpira, vuelven sobre la hoja, pero dibuja otras combinaciones de letras que hace incrementar el miedo del chico. Su gesto pasa de la euforia al horror. Intenta escapar pero su cuerpo no reacciona. Ahora el hombre está a su lado, lo toma de los pelos y le hace tocar la nuca con la espalda para que su cuello quede expuesto en toda su dimensión y pueda atravesarle la punta del espejo, sin mediar palabra, hasta que haga tope con la cervical.
El cráneo desprendido cae sobre la mesa y el torrente de sangre ahoga el papel donde un cuento estaba llegando a su final.  



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