Como todas las
tardes de verano, después de una siesta prolongada, el viejo saca las dos
sillas de plástico a la vereda mientras su mujer prepara el mate. Son cerca de
las siete. El asfalto todavía está caliente pero el sol, en ese horario, se
esconde tras la copa del paraíso y entonces ellos pueden matear a su sombra.
Ahora la gorda llega con el mate y se sienta en la silla vacía. Gorda, así le
dice él desde que tenían veintipico. En aquel entonces era sólo un sobrenombre
cariñoso, pero ahora, además, se transformó en una descripción real de su
cuerpo dejado, abandonado por el paso del tiempo.
El mate en una
mano y la pava en la otra junto con un repasador. Nada de termos. Aunque Julio
les ha regalado muchos termos en distintos cumpleaños, ellos eligen la pava
porque son clásicos, conservadores. Ni siquiera disimulan cuando los visita el
hijo. Julio es tan distraído que todos los años podría regalarles un termo y no
darse cuenta que su madre seguirá cebando con la pava.
Tomá, capaz que
está fresco porque es el primero, le dice ella. Él chupa el mate hasta que hace
ruido y se lo devuelve en silencio. Ella, que puso un repasador sobre su falda,
se estira la remera que se le mete en cada pliegue de su panza y mueve un poco
la bombilla antes de cebar el segundo. Después le alcanza el tercero y se toma
el cuarto. Pueden estar toda la tarde en silencio mirando los autos que pasan o
los vecinos que van y vienen. Como si todo lo que pudieran decirse ya hubiera
sido dicho en esos sesenta y dos años que llevan juntos, como si ya no hicieran
falta las palabras, como si pudieran entenderse prescindiendo de la
comunicación. Además, para él, hablar no es ni un entretenimiento ni un
ejercicio que podría resultar placentero, sino que es un instrumento que se usa
cuando hay necesidad. Para ella no, a ella le encanta hablar, pero tiene que
esperar que venga su hermana o Mónica, su vecina, porque con su marido no hay
caso.
Sin embargo, es
él quien rompe el silencio cuando ve venir a Daniela con nachito. Mirá que
grande se puso el nachito, ya camina solo y al ritmo de la madre, dijo. Volvían
del supermercado, ella llevaba unas bolsas con una mano y al nene con la otra.
Cuatro o cinco mates más y el portón de la casa de Heredia se abre y el pibe,
que ahora no se acuerdan el nombre, sale con el auto del padre. ¿Este
muchachito ya maneja? preguntó ella. Qué barbaro, si lo veo en otro lado no lo
conozco, dijo él. Hace un tiempo que lo habían perdido de vista porque el chico
se había ido a estudiar a Buenos Aires. A nachito, en cambio, lo veían más
seguido, pero a esa edad los chicos aprenden algo nuevo todos los días. Cada día
del nene, son unos cuantos meses de ellos.
Cómo crecen los
chicos, piensa el viejo pero no lo dice, ¿para qué decirlo si al fin de cuentas
es una verdad de Perogrullo? Ellos también crecían, pero en la sombra. Cuando
todos los días se replican calcado, todos los días son el mismo día. Mates por
la mañana, leer el diario local, informativo en la televisión, preparar el
almuerzo, almuerzo, siesta, mates por la tarde, informativo en la televisión,
preparar la cena, cena, algún partido de fútbol y a dormir.
Julita pasa en
bici con las amigas y levanta la mano. Ellos saludan. Las chicas llegan a la
esquina y van entrando las bicis de a una. Seguramente irán a tomar la leche
después de pasar la tarde en alguna pileta. Es probable que en un rato se
acerque Monica a tomar algún mate, les preguntará por Julio y por Noemí -la
hermana de Violeta- porque hace rato que no aparecen, y pensará que así da
gusto llegar a esa edad; autosuficientes, sin necesidad de mendigar visitas,
sin reclamos a nadie, teniéndose uno al otro y que con eso baste. A veces,
viene Graciela a decirles que irá al super y que si necesitan algún mandadito.
Para los
vecinos, ellos son parte de la postal. Si don Ángel y Violeta están mateando en
la vereda, el mundo está en su lugar. Para el resto de la gente esa cuadra es
la de la casa roja, la de la carnicería “el Beto” y la de los viejos de la
vereda. Ellos, para los vecinos, son la garantía de que el amor existe y que al
final del camino es lo único que queda, son la expresión más genuina de la
sabiduría, de la paz interior, de la tranquilidad del deber hecho, la
posibilidad de llegar a viejos sin dolor ni enfermedad.
Los días de
lluvia, cuando los mates lo toman en la cocina, el viejo piensa en qué andarán
los vecinos y se detiene en los más chicos. En Julita, en nachito y en el hijo
de Heredia, por ejemplo. A ellos les está reservado un mundo de posibilidades.
Son jóvenes y pueden elegir una y otra vez, y equivocarse, y volver a elegir.
Cuanto daría él por esos beneficios.
Quizás, el hijo
de Heredia, se ponga de novio, se case, y algún día, tal vez, deje de amar a su
mujer y pueda decidir irse, creyendo que lo mejor es terminar en buenos
términos. Tal vez no sea tan cobarde de quedarse por miedo o por costumbre,
porque de ser así estará cavando su propia fosa y los intentos desesperados por
salir se verán reflejados en las marcas que ella, su mujer, llevará en la piel.
Tal vez nachito, algún día, se vea empujado a coger sin forros por una mujer
que acaba de conocer y decida que no, que aunque esté mal visto prefiere
quedarse con la calentura, y entonces evitará tener un hijo con una chica a la
que se obligará a amar y a casarse. Capaz que Julita, de grande, sepa
reaccionar a tiempo y pedir ayuda si alguien le pusiera una mano encima, tal
vez decida que eso es lo mejor para su hijo y que siempre hay opción, y no se
acostumbre a encubrir la violencia con mentiras.
Tal vez…
¡Excelente, Marcos! El lector se desliza en tus textos
ResponderEliminarGracias Luciana!!
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