martes, 8 de marzo de 2016

Los viejos de la vereda



Como todas las tardes de verano, después de una siesta prolongada, el viejo saca las dos sillas de plástico a la vereda mientras su mujer prepara el mate. Son cerca de las siete. El asfalto todavía está caliente pero el sol, en ese horario, se esconde tras la copa del paraíso y entonces ellos pueden matear a su sombra. Ahora la gorda llega con el mate y se sienta en la silla vacía. Gorda, así le dice él desde que tenían veintipico. En aquel entonces era sólo un sobrenombre cariñoso, pero ahora, además, se transformó en una descripción real de su cuerpo dejado, abandonado por el paso del tiempo.
El mate en una mano y la pava en la otra junto con un repasador. Nada de termos. Aunque Julio les ha regalado muchos termos en distintos cumpleaños, ellos eligen la pava porque son clásicos, conservadores. Ni siquiera disimulan cuando los visita el hijo. Julio es tan distraído que todos los años podría regalarles un termo y no darse cuenta que su madre seguirá cebando con la pava.
Tomá, capaz que está fresco porque es el primero, le dice ella. Él chupa el mate hasta que hace ruido y se lo devuelve en silencio. Ella, que puso un repasador sobre su falda, se estira la remera que se le mete en cada pliegue de su panza y mueve un poco la bombilla antes de cebar el segundo. Después le alcanza el tercero y se toma el cuarto. Pueden estar toda la tarde en silencio mirando los autos que pasan o los vecinos que van y vienen. Como si todo lo que pudieran decirse ya hubiera sido dicho en esos sesenta y dos años que llevan juntos, como si ya no hicieran falta las palabras, como si pudieran entenderse prescindiendo de la comunicación. Además, para él, hablar no es ni un entretenimiento ni un ejercicio que podría resultar placentero, sino que es un instrumento que se usa cuando hay necesidad. Para ella no, a ella le encanta hablar, pero tiene que esperar que venga su hermana o Mónica, su vecina, porque con su marido no hay caso.
Sin embargo, es él quien rompe el silencio cuando ve venir a Daniela con nachito. Mirá que grande se puso el nachito, ya camina solo y al ritmo de la madre, dijo. Volvían del supermercado, ella llevaba unas bolsas con una mano y al nene con la otra. Cuatro o cinco mates más y el portón de la casa de Heredia se abre y el pibe, que ahora no se acuerdan el nombre, sale con el auto del padre. ¿Este muchachito ya maneja? preguntó ella. Qué barbaro, si lo veo en otro lado no lo conozco, dijo él. Hace un tiempo que lo habían perdido de vista porque el chico se había ido a estudiar a Buenos Aires. A nachito, en cambio, lo veían más seguido, pero a esa edad los chicos aprenden algo nuevo todos los días. Cada día del nene, son unos cuantos meses de ellos.
Cómo crecen los chicos, piensa el viejo pero no lo dice, ¿para qué decirlo si al fin de cuentas es una verdad de Perogrullo? Ellos también crecían, pero en la sombra. Cuando todos los días se replican calcado, todos los días son el mismo día. Mates por la mañana, leer el diario local, informativo en la televisión, preparar el almuerzo, almuerzo, siesta, mates por la tarde, informativo en la televisión, preparar la cena, cena, algún partido de fútbol y a dormir.
Julita pasa en bici con las amigas y levanta la mano. Ellos saludan. Las chicas llegan a la esquina y van entrando las bicis de a una. Seguramente irán a tomar la leche después de pasar la tarde en alguna pileta. Es probable que en un rato se acerque Monica a tomar algún mate, les preguntará por Julio y por Noemí -la hermana de Violeta- porque hace rato que no aparecen, y pensará que así da gusto llegar a esa edad; autosuficientes, sin necesidad de mendigar visitas, sin reclamos a nadie, teniéndose uno al otro y que con eso baste. A veces, viene Graciela a decirles que irá al super y que si necesitan algún mandadito.
Para los vecinos, ellos son parte de la postal. Si don Ángel y Violeta están mateando en la vereda, el mundo está en su lugar. Para el resto de la gente esa cuadra es la de la casa roja, la de la carnicería “el Beto” y la de los viejos de la vereda. Ellos, para los vecinos, son la garantía de que el amor existe y que al final del camino es lo único que queda, son la expresión más genuina de la sabiduría, de la paz interior, de la tranquilidad del deber hecho, la posibilidad de llegar a viejos sin dolor ni enfermedad.
Los días de lluvia, cuando los mates lo toman en la cocina, el viejo piensa en qué andarán los vecinos y se detiene en los más chicos. En Julita, en nachito y en el hijo de Heredia, por ejemplo. A ellos les está reservado un mundo de posibilidades. Son jóvenes y pueden elegir una y otra vez, y equivocarse, y volver a elegir. Cuanto daría él por esos beneficios.
Quizás, el hijo de Heredia, se ponga de novio, se case, y algún día, tal vez, deje de amar a su mujer y pueda decidir irse, creyendo que lo mejor es terminar en buenos términos. Tal vez no sea tan cobarde de quedarse por miedo o por costumbre, porque de ser así estará cavando su propia fosa y los intentos desesperados por salir se verán reflejados en las marcas que ella, su mujer, llevará en la piel. Tal vez nachito, algún día, se vea empujado a coger sin forros por una mujer que acaba de conocer y decida que no, que aunque esté mal visto prefiere quedarse con la calentura, y entonces evitará tener un hijo con una chica a la que se obligará a amar y a casarse. Capaz que Julita, de grande, sepa reaccionar a tiempo y pedir ayuda si alguien le pusiera una mano encima, tal vez decida que eso es lo mejor para su hijo y que siempre hay opción, y no se acostumbre a encubrir la violencia con mentiras.
Tal vez…





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